Hasta la noche en que sus manos se tocaron en la penumbra de un cine, fueron dos. Un hombre y una mujer. Después, por 71 años y hasta el final, sólo fueron uno. Carne y alma fundidas. La carne, una hasta el tan triste como alegre viernes 12 de julio. El alma, una hasta el infinito. Hasta una dimensión desconocida… Eran gente común y de hábitos comunes. Para que sus nombres se imprimieran en los diarios debieron partir. Él, a sus 94 años, a las dos y veinte de la madrugada. Ella, a sus 88, doce horas después, el mismo día. Doce horas: acaso el breve tiempo del duelo, de llenar de recuerdos una valija imaginaria, y reencontrarse en algún lugar de los cielos…

¿Quiénes fueron? Herbert DeLaigle y Marilyn Frances DeLaigle. Anónimos vecinos de Virginia. En 1948, Marilyn tenía 16 años, y Herbert, 22. Ella era mesera de un pequeño local en el condado virginiano de Waynesboro: el "White Way Café". Iba y venía, iba y venía, bandeja en mano, y alguien la miraba como hipnotizado: Herbert. Que se preguntaba: "¿Me animaré a preguntarle si alguna vez querrá salir conmigo?". Y un día de 1948, plena Segunda Gran Guerra, jugó su carta: "¿Vendrías al cine conmigo?". Y Marilyn dijo "sí", acaso comprendiendo un mensaje sin palabras: muchacho tímido que la miraba sin cesar en el café, era su destino. Sin dudas. Como tallado en la Roca del Tiempo.

Se casaron apenas pasado un año. Herbert dio el primer paso:

–Si te lo pido, ¿serías mi esposa?

Boda íntima –apenas familia y unos pocos vecinos–, y hasta con un clishé de película romántica: el novio llegó a la iglesia una hora tarde, y la prisa y el malhumor del párroco lo empujó a acortar la ceremonia a su mínima expresión. Una pequeña anécdota para los seis hijos que les llegarían…

Pero la guerra seguía con su fúnebre manto, Herbert era militar de carrera, y después del final (1945), lo destinaron a la Alemania derrotada. Marilyn, sin dudar, lo siguió. Seis años pasaron antes del regreso a Virginia. Pero no tuvieron tiempo a archivar los uniformes: unidos taambién por esa vocación, Marilyn fue líder de grupos de scouts, y Herbert vio de cerca la muerte en Corea, y luego en Vietnam…

Después, la vida se tornó plácida y sin sobresaltos. La simbiótica pareja vio nacer a sus dieciséis nietos, veinticinco bisnietos, y como un regalo final, tres tataranietos.

Cumplidos sus 71 años en el ejercicio de dos que sólo fueron uno, Herbert sintió el llamado: hora de despedirse de ese mundo en el que había sido feliz. Se fue sin que Marilyn no lo abandonara ni un segundo. Seguramente en esas miradas cruzadas y en ese toque de manos estaban escribiendo, sin palabras, una de las pocas verdades humanas invencibles. Apenas cuatro letras: amor.

Ella se fue el mismo día, doce horas después. Lo pactado en silencio, quizá, desde el día en que el novio llegó, tarde y corriendo, a la iglesia. El viaje juntos, porque sólo eran uno. Siete décadas y año compartiendo mesa, lecho, noches, días, y el mismo aire…

Por cierto, fueron noticia. Y hasta análisis médicos. ¿Por qué muertos el mismo día? Casi imposible desde la ciencia de la probabilidad. Casi imposible desde cualquier ángulo.

El doctor Matthew Lorber, psiquiatra del Hospital Lenox Hill, Nueva York, explicó que esa coincidencia era "el síndrome del corazón roto. Frente a una noticia impactante, terrible, se produce una liberación de hormonas del estrés en el torrente sanguíneo, y ese shock emocional puede causar un abrupto debilitamiento del corazón que puede desembocar en un ataque fatal".

Si Herbert y Marilyn, desde donde estén, lo oyeron, sonrieron y se tomaron de las manos como aquella noche en el cine. Porque sólo ellos guardan el profundo secreto de los inexplicable. Solo ellos, porque siguen siendo uno.