La figura de Anders Behring Breivik, autor confeso del doble atentado de Noruega y furibundo islamófobo, ha sacudido la teórica sociedad perfecta de este país escandinavo, que como el resto del norte de Europa asiste al auge de la ultraderecha populista y xenófoba.
Finlandia y Suecia, principalmente, así como Noruega (donde se registraron más de noventa muertos por el doble atentado del viernes pasado) y Dinamarca, han sido en los últimos años exponentes del avance de formaciones que reclutan electorado con mensajes xenófobos, apuntalados en sus permisivas leyes y en contraste con el talante históricamente receptivo de esas democracias avanzadas hacia la inmigración.
El caso más reciente fue el ascenso de los Verdaderos Finlandeses en las legislativas de principios de año, que saltaron de la condición de partido más minoritario del Parlamento a la de tercera fuerza, apuntalados en sus posturas eurófobas y antiinmigración.
Unos meses atrás, en septiembre de 2010, la ultraderecha sueca había celebrado con euforia su regreso al Parlamento de Estocolmo, tras dos décadas de ausencia, para unirse así al auge de movimientos xenófobos de Dinamarca y Noruega. En la mayoría de estos casos, el resto de la clase política se ha esforzado en aislarlos y no negociar con lo que se considera "cuerpos extraños" en sus parlamentos.
Sin embargo, también se han dado ejemplos como el del Partido Popular Danés, que marca la política del país apuntalando con sus escaños la mayoría del Gobierno liberal-conservador. En Noruega, el populista Partido del Progreso se consolidó como segunda formación en las legislativas de 2009, con un 22 por ciento de los votos, tras el Partido Laborista del primer ministro Jens Stoltenberg.
La tradicional permisividad política escandinava favorece a estas formaciones, cuyo impacto crece en la medida en que lo hace su cómputo de escaños, principal fuente de ingresos de las formaciones. Antes de los ataques, Noruega se creía preservada de unos actos atribuidos a la permisividad de las leyes de armas de esos países, cuyos altos índices de suicidio, alcoholismo y violencia doméstica revelan las lagunas de unas sociedades prototipos de prosperidad. El caso de Breivik se sale de todo esquema y adopta una dimensión del horror hasta ahora desconocida en esas democracias avanzadas.

