“La Tierra es azul… ¡Qué bonita!; es increíble” mencionó Yuri Gagarin a su operador de radio de la estación Primavera. La verdad es que hasta ese momento nadie había visto la Tierra desde el exterior; y él fue el primero en hacerlo. También el primero en comer en el espacio. Los soviéticos no le regalaron esta primera visión de la Tierra al mundo y es que la cámara de la nave se encontraba enfocada hacia el interior. Lo que buscaba Baikonur era saber cómo se comportan el hombre y su máquina más que nada. En 1961 también comenzaban tímidamente los estudios sobre la ansiedad, angustia y estrés. A los cosmonautas se los encerraba durante días en salas a prueba de ruidos para experimentar el aislamiento psicológico. Y lo peor de todo era la preparación para la eventualidad de que la cápsula comenzara a girar sin control en el espacio, lo que requería de un ejercicio psicomotriz avanzado para retomar el mando -hoy lo hace un giróscopo de forma automática-; todo esto bajo un total secreto.

Hay que recordar que el mundo se encontraba en plena Guerra Fría. Entre 1957 y 1961 cualquier error era un acierto para el equipo de ingenieros, médicos y científicos de Baikonur. Con cada misión se diseñaba un astuto experimento para chequear desde tierra si las hipótesis propuestas eran demostradas o refutadas. Las conjeturas (predicciones) debían descartarse una a una. Por si los problemas fueran pocos, dichas investigaciones no podían ser abordadas por un grupo de entusiastas, sus números eran prohibitivos para la época, hacía falta la determinación de toda una nación o país. La idea general consistía en construir una máquina tan sofisticada que pudiera mantener con vida a un ser humano durante el vuelo a la nueva frontera. Llevarlo hasta allí, mantenerlo con vida, y traerlo de vuelta ileso automáticamente. Tampoco se le intenta quitar ningún mérito a Yuri Gagarin; por el contrario, debió haber sido difícil, para él, confiarle la vida a un abultado grupo de inventos recientes que intentaban romper todos los récords de la época. Su determinación es comparable a la de Orville Wright o Cristóbal Colón (del listado de valientes que tuvieron éxito). Gagarin era un gran piloto y Serguéi Koroliov -jefe de misión- le entregó la potestad de apagar el automático y tomar el control de la nave, si las circunstancias así lo requerían.

Esto se debía a que había dudas y los ingenieros no estaban del todo seguros de sí la máquina podría hacerlo realmente. El equipo de médicos pensaba que Gagarin se desmayaría durante el despegue (10 G) o la reentrada a 7 o 8 G; la Vostok-K despegó satisfactoriamente y llevó a la cápsula y a Yuri a 315 km de altura (órbita). El vuelo duró sólo 108 minutos a una velocidad de 28.000 km/h -récord de la vuelta al mundo más rápida, hasta entonces.  El contratiempo del vuelo fue durante la reentrada, cuando el módulo de instrumentos no se soltó del todo. Este terminaría por desprenderse al quemarse las juntas a 25.000 km/h y abrasado por las llamas. Debido a ello, la cabina recibió una tremenda sacudida que desvió a Yuri unos 1.400 km del lugar designado para aterrizar. Al alcanzar los 7 km de altura y caer a velocidad terminal (200 km/h) Yuri se eyectó de la cápsula para caer en paracaídas suavemente en Smelovka, a unos 15 kilómetros de la ciudad de Engels. Al tocar tierra se acercó a la primera persona que vio, una campesina llamada Anna Tajtárova de una granja cercana. “¿Vienes del espacio?”, preguntó la anciana que lo había visto aterrizar. “Ciertamente, sí”, dijo el cosmonauta que, para calmar a la campesina, se apresuró a añadir: “Pero no se alarme, soy soviético. ¿Puede llevarme Ud. hasta un teléfono?”, dijo.