Los argentinos nos encontramos hoy a un mes de la celebración del Bicentenario de la Revolución de Mayo. El gran historiador británico Eric Hobsbawm dice que estamos "’enraizados en el pasado”, por lo tanto, el primer paso debe ser un encuentro con la verdad histórica.
Desde el Estado se organizan festejos para el gran acontecimiento. Sin embargo, el entusiasmo que se demuestra desde la esfera oficial no parece penetrar en el resto de la ciudadanía, que aprovechará cuatro días no laborables para hacer turismo. Cien años atrás ocurría algo muy distinto: en la víspera del primer Centenario, los ánimos de la Nación estaban exultantes y hasta en el pueblo más minúsculo se preparaban actividades conmemorativas. En aquel momento había una certidumbre: la Argentina sería potencia mundial, y en el porvenir sólo cabía el ideal de grandeza. No todo era esplendor: un sistema electoral basado en el fraude, la violencia del anarquismo, las feroces represiones y el rechazo a los inmigrantes también formaban parte de ese período.
En una mirada retrospectiva, ante aquella euforia por un destino tan promisorio, es inevitable preguntarse qué pasó luego. A diferencia de hoy, la generación de 1910 estaba convencida de que la Argentina tenía un futuro mejor. El diario "’El Imparcial” de Madrid sostuvo en 1909 que para el Centenario debía venir a Buenos Aires una delegación numerosa, con empresarios y comerciantes, además de políticos y diplomáticos. Se afirmaba que la Argentina, a fin del siglo XX, sería el único país capaz de atreverse con Estados Unidos, que tendríamos setenta millones de habitantes y que sería la potencia hispanoparlante más importante del mundo. La famosa referencia al "’granero del mundo” fue cierta. Europa, y especialmente Gran Bretaña, se nutría de carne y trigo de la Argentina.
La generación de 1910 nos dejó el convencimiento de que se vivía en un país que tenía porvenir. Había un sentimiento de Patria ahondado en el conocimiento de la historia y en el amor a la Nación. Un buen aporte a la celebración de los 200 años de la Patria sería bajar el nivel de confrontación y división que nos aleja del sentimiento de fraternidad y comunidad nacional.
Apostar por el diálogo, sepultando rencores y generando vínculos fraternos, sería un aporte básico pero indispensable para valorarnos sin resentimientos, con sentimientos de admiración por lo que otros nos han legado ayer y por lo que nosotros somos capaces de construir hoy.
