Apartar la mirada por un momento de los acontecimientos puntuales que dominan la agenda social, política y económica de nuestros días para recordar a los pueblos originarios que nos legaron las raíces culturales profundas que trascendieron en el tiempo, es un acto de justicia al haberse conmemorado el sábado último el día del aborigen panamericano.

Esos pobladores desaparecieron o se mezclaron con una diversidad de razas que llegaron al continente, pero dejaron rasgos que perduran, como en nuestra provincia lo hicieron los diaguitas, habitantes de los Andes Áridos que ocuparon como los huarpes grandes extensiones de este territorio. Desde el extremo oriente se extendieron por todo San Juan y la interacción con los huarpes pudo haber menguado su jerarquía etnográfica aunque estudios recientes dan cuenta de un dominio territorial muy marcado.

Cuando en 1550 los españoles llegaron desde Chile a Cuyo, lo que encontraron fueron poblaciones que lo habitaban desde el año 1000 dC, según estimaciones. Estas tribus habían sufrido la invasión de los incas alrededor del año 1480 y al comenzar la conquista llevaban unos 70 años de fuerte influencia militar y cultural incaica. Las ruinas prehispánicas de Tamberías, en Calingasta, son muy semejantes a las que abundan en la propia región oriental diaguita. Los estudios en semejanzas comparativas de hallazgos de 119 cráneos examinados encontrados en Jáchal, Calingasta y en las inmediaciones de nuestra ciudad, procedentes de las sepulturas prehispánicas. lo confirma. La simetría de estos cráneos es tan similar que justifican preguntas que orientan respuestas en observación a los propios calchaquíes.

No sólo la lengua daba uniformidad a estas comunidades sino también sus aspectos raciales, organización social, económica y cosmovisión, definiendo un solo ente cultural. Los diaguitas tuvieron una incipiente escritura ideográfica revelada en sus petroglifos, propio de una cultura avanzada con gran influencia incaica. Sabían hacer canales de riego y acequias y modelaban la arcilla.

En la conservación de la cultura se debe advertir no sólo sus orígenes sino valorar lo propio en nosotros mismos al punto tal de transferir a la educación raíces significativas que sirvan de memoria hacia nuestros antepasados y de proyecto futuro, por nuestra entidad, la que debe fortalecerse bajo los mismos prototipos que permanecieron en el tiempo fieles a sus costumbres y trabajos.