En el día de Pentecostés el Espíritu Santo descendió con fuerza sobre los Apóstoles; así comenzó la misión de la Iglesia en el mundo. Jesús mismo había preparado a los Once para esta misión al aparecérseles en varias ocasiones después de la resurrección (cf. Hch 1,3). Antes de la ascensión al cielo, "les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre" (cf. Hch 1,4-5); es decir, les pidió que "permanecieran juntos" para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo, en espera de ese acontecimiento prometido (cf. Hch 1,14).
En el Antiguo Testamento había dos interpretaciones fundamentales de la fiesta de Pentecostés. Al inicio, era la fiesta de las siete semanas (cf. Tb 2,1), la fiesta de la cosecha (cf. Nm 28,26), cuando se ofrecía a Dios la primicia del grano que se recolectaba (cf. Ex 23,16; Dt 16,9). Pero sucesivamente, en tiempo de Jesús, la fiesta se había enriquecido con un nuevo significado: era la fiesta del otorgamiento de la ley sobre el monte Sinaí y de la alianza. Según cálculos de la Biblia, la ley, de hecho, fue otorgada en el Sinaí cincuenta días después de la Pascua. De una fiesta ligada al ciclo de la naturaleza (la cosecha), Pentecostés se transformó en un festejo ligado a la historia de la salvación. A través de tres imágenes deseamos meditar el sentido de la solemnidad de Pentecostés: la libertad, la comunión, y el perdón.
Con la Ley y los diez mandamientos donados en el Sinaí, la obra de la liberación que comenzó con el éxodo de Egipto, se había cumplido plenamente. La libertad humanan es siempre una libertad compartida, un conjunto de libertades. Sólo en una armonía ordenada de las libertades, que muestra a cada uno el propio ámbito, puede mantenerse una libertad común. Por eso el don de la ley en el Sinaí no fue una restricción o una abolición de la libertad, sino el fundamento de la verdadera liberación. Y, dado que un justo ordenamiento humano sólo puede mantenerse si proviene de Dios y si une a los hombres en la perspectiva de Dios, a una organización ordenada de las libertades humanas no pueden faltarle los mandamientos que Dios mismo da. Es que libertad no es hacer lo que uno quiere, sino llegar a querer aquello que uno debe hacer. La libertad no tiene su valor en si misma: hay que apreciarla por las cosas que con ella se consiguen.
Aquel día de Pentecostés, como refieren los Hechos de los Apóstoles, se encontraban en Jerusalén, "judíos piadosos de todas las naciones que hay bajo el cielo" (Hch 2,5). Y entonces se manifestó el don característico del Espíritu Santo: todos ellos comprendían las palabras de los Apóstoles: "La gente les oía hablar cada uno en su propia lengua" (Hch 2,6). El Espíritu Santo da el don de comprender. Supera la ruptura iniciada en Babel -la confusión de los corazones, que nos enfrenta unos a otros-, y abre las fronteras. A diferencia de lo que sucedió con la torre de Babel (cf. Gn 11,1-9), cuando los hombres, que querían construir con sus manos un camino hacia el cielo y habían acabado por destruir su misma capacidad de comprenderse recíprocamente, en Pentecostés, el Espíritu, con el don de lenguas, muestra que su presencia une y transforma la confusión en comunión. El orgullo y el egoísmo del hombre siempre crean divisiones, levantan muros de indiferencia, de odio y de violencia. El Espíritu, en cambio, reconstruye el puente de la auténtica comunicación entre cielo y tierra. La Iglesia, desde el inicio, es católica (universal), y ésta es su esencia más profunda. Ella debe llegar a ser siempre nuevamente lo que ya es: debe abrir las fronteras entre los pueblos y derribar las barreras entre clases y razas. En ella no puede haber ni olvidados ni despreciados. En la Iglesia debe haber sólo fraternidad en Cristo como expresión de vital libertad.
La tercera imagen la encontramos en el evangelio de hoy. El Señor resucitado a través de las puertas cerradas, entra en el lugar donde estaban los discípulos y los saluda dos veces diciendo: "La paz esté con ustedes". Nosotros cerramos continuamente nuestras puertas; buscamos seguridad y no queremos que nos molesten ni los demás ni Dios. Por eso es que podríamos suplicar hoy al Señor para que venga a nosotros, supere nuestra cerrazón, y nos traiga su paz. Después sopló sobre ellos diciendo: "Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengan, les serán retenidos" (Jn 20,23). Jesús puede dar el perdón y el poder de perdonar, porque él mismo sufrió las consecuencias del mal pero las disolvió en las llamas de su amor. Su corazón abierto en la cruz es la puerta a través de la cual entra en el mundo la gracia del amor hecho perdón. Y sólo esta gracia puede construir la paz. Es que Dios no vence nunca con la fuerza sino siempre con el perdón.
