Jesús le pregunta a sus discípulos, qué es lo que pensaba la gente acerca de él, y luego los interroga sobre qué piensan ellos. Respecto a la primera cuestión, se descubre la confusión que el pueblo tenía sobre la identidad del Mesías: "Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros Elías; y otros Jeremías o alguno de los profetas". Al segundo planteamiento responde acertadamente Pedro: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". La confesión del apóstol constituye el inicio de la segunda etapa en la vida pública de Jesús. A partir de allí, se hará conocer siempre más intensamente como el Mesías de la cruz, hacia la cual orienta toda su existencia (Mc 8,27-35).
La "opinión pública"’ de aquella época sostenía que Jesús era un profeta, pero se equivocaban cuando trataban de decir cuál de ellos era. La primera figura con que la opinión popular identifica a Jesús, es Juan el Bautista. El precursor, reconocido por el pueblo como un profeta (Mt 11,9; 14,5; 21,26) ya había sido asesinado por Herodes (14,1-12) y en los ambientes de la corte imperial, Jesús que cumple milagros, viene confundido con Juan, que habría resucitado de entre los muertos (Mt 14,2). También creían que era Elías. En la reflexión bíblico judaica, este profeta -que la tradición del Antiguo Testamento describe como arrebatado y llevado en un torbellino al cielo (2 Re 2,1-13)- tiene la importante misión de preceder la venida del Mesías (Mal 3,23; Eclo 48,10-12). Mateo identificaba al profeta Elías con el Bautista (11,14; 17,10-139). Se pensaba igualmente, que Jesús era Jeremías, el cual había tenido la misión difícil de advertir la crisis que sufriría Israel por apartarse de Yahvé. En algunos textos tardíos del Antiguo Testamento era presentado como el intercesor del pueblo (2 Mac 15,14-15).
La cuestión era que la opinión de la gente no expresaba la verdad sobre la persona de Jesús. Es que la "doxa" (opinión) no es la "alezheia" (verdad). Y esto es algo cierto en aquella época e igualmente hoy. Para los griegos, cuando al conocimiento no se podía llegar por la fe, por la evidencia, o por la ciencia, recién entonces se lo alcanzaba por la opinión, lo cual no equivalía a adquirir la certeza o tener un conocimiento verdadero. Si hoy hiciéramos un sondeo en base a la pregunta de quién es Jesús, obtendríamos un elenco de respuestas mucho más variado y oscuro que el de la época del Señor. De modo paradójico, la actual sociedad ampliamente secularizada, también ofrece abundantes "ofertas" religiosas en su "supermercado espiritual". Desde la "New Age" que identifica a Jesús con una "fuente de energía", hasta la confusión que siembran, los que erróneamente opinan que el Hijo de Dios es un poderoso curandero que viene a detener nuestros sufrimientos, o los nuevos gurúes que predican sobre la felicidad, denostando a otras confesiones religiosas. Esto debe constituir un desafío primario para la Iglesia, actualizando la "nueva evangelización" que no consiste en anunciar cosas complicadas, sino las nociones elementales de la fe que el hombre post moderno desconoce y que son las que realmente salvan. La Iglesia debe rechazar a diario la tentación de ser "gheto" cerrado por el miedo, para ser siempre "comunidad" abierta por la confianza y el coraje sobrenatural.
Sólo Pedro, en nombre de los discípulos responde correctamente: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16). Y en base a esa profesión de fe, Cristo funda su Iglesia: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella". (Mt 16,18). Una muestra de que la Iglesia no ha sido fundada por hombres ni en la debilidad de ellos, sino querida por el mismo Cristo y asentada en la "piedra" de Pedro, es que sigue adelante en el transcurrir del tiempo, a pesar de los ataques de sus adversarios. Una de las urgencias que tenemos como Iglesia hoy, es vivir y predicar la necesidad de pasar del culto del lamento a la cultura de la esperanza, siendo agentes de encuentro y no factores de división. En este sentido siempre es provechoso recordar lo que relata la leyenda sobre aquel joven griego, que durante la guerra de los atenienses contra el poderoso ejército de los persas en el año 490 a.C., participó en la batalla de Maratón, ciudad griega en la que Milcíades venció a los persas. Con esta batalla terminó la primera guerra médica. En Atenas habían quedado las mujeres, los ancianos y los niños, quienes continuamente se asomaban sobre la muralla que rodeaba la ciudad esperando que alguien les trajera buenas noticias. El joven Filipides corrió cuarenta y dos kilómetros que separaban el centro del enfrentamiento a la ciudad de Atenas, para notificar la victoria: "¡Alégrense, hemos triunfado!", y cayó desplomado en el suelo. Ésta es una hermosa imagen de lo que, como miembros de la Iglesia deberíamos ser hoy. No profetas de lamentos, sino presurosos testigos que anuncien la victoria de una esperanza siempre nueva.
