El piqueterismo, como se popularizó a los manifestantes que cortan calles y rutas para hacer oír sus reclamos, es una de las peores herencias de la década kirchnerista. La alteración del orden, impidiendo a la gente cumplir con sus obligaciones diarias, o simplemente desplazarse, fue alentada como un derecho popular con tintes ideológicos, ordenando a las fuerzas de seguridad desviar el tránsito y custodiar la seguridad de los agitadores, ya que para la Casa Rosada no se debían criminalizar lo los bloqueos.

Con este garantismo, reñido con los dictados constitucionales sobre garantías fundamentales, los piquetes se extendieron impunemente desde la Capital Federal al resto del país, sin importar las instancias del reclamo, y dirigentes, punteros y hasta funcionarios incitaron a la ‘lucha’. La Ciudad Autónoma de Buenos Aires encabeza este caos con 14.235 marchas, piquetes y cortes de calles en los últimos tres años, con un promedio de 13 manifestaciones diarias, dirigidas a lograr un impacto social antes que reivindicaciones concretas, de manera que el fastidio alcance al promedio de 1.500.000 personas que ingresan del conurbano al centro porteño.

Afortunadamente los tiempos han cambiado y el Gobierno nacional está decidido a recuperar el rol que le cabe al Estado como regular del derecho a manifestarse, para lo cual está trabajando junto al Poder Judicial, en la elaboración de un protocolo para precisar los alcances de los derechos a manifestarse y a circular libremente, según lo han informado la vicepresidente Gabriela Michetti, y el ministro de Trabajo, Jorge Triaca, en conferencia de prensa. El protocolo, que será presentado en enero próximo tendrá la previsibilidad de que un reclamo callejero sea y pacífico no impida el libre desplazamiento y la actividad normal del resto de la comunidad.
Pero cualquier regulación de este tipo debe apuntar al momento en que se superaron todas las instancias legales para resolver conflictos y cuando se hayan agotado los recursos del entendimiento a través del diálogo. Para eso se deben agilizar todos los mecanismos administrativos y judiciales, de manera que los conflictos no se transformen en disturbios.
Además, debe terminar la cultura del piquete con movilizaciones impulsadas por los propios políticos como herramienta desgastante del poder y ejecutada por mano de obra experimentada, como son las barras bravas.