El poeta sanjuanino Aldo Neris Lozada portador distinguido del clavel en el ojal, nos dejó después de su trajín por los tribunales sanjuaninos -era procurador-, además de sus anécdotas imborrables, el acierto de sus vocablos cuando escribió al amor. Desde ese elevado concepto de la vida su letra realzó la belleza en la mujer. En facetas de la misma pluma dibujó, desde el amor, la exaltación al niño con su canto casi lírico, construyendo el interrogante capaz de otorgarle fecundidad y ternura a su natural conclusión: ¿Qué hay más hermoso que la sonrisa de un niño? planteaba la pregunta que él mismo respondía: "La sonrisa de otro niño".

¿Cómo no valorar el pensamiento de Lozada desparramado al viento en medio de un mundo que está perdiendo el aliento? Su semblanza colmada de realismo tiene la simpleza y emotividad del amor. Sólo a nuestros hijos amamos con desprendimiento infinito sin pedir nada, pedacito de carne regado con el amor más grande. Sólo Dios -para el creyente-, puede abarcar otra dimensión. Pero al hijo se le ama sin medidas, a costa, incluso, de nuestra propia vida. Ante el infortunio de perderle nunca dejamos de sentirlo como un gajo desgarrado de la propia cepa. Pero existe el ser único llamado mamá, convocado a construir el tiempo de mayor preciosidad de todos los tiempos, porque además de su cobijo inmaculado al concebido, le sostiene en su seno con valentía y el coraje sin igual del que los hombres, seguramente, no seríamos capaces de soportarlo ni de aceptarlo con la humilde convicción de la hechura magnánima de la mujer. Imaginándole en su divino albergue al vástago de la ilusión, aprende a amarle antes de su concepción. Él es el hijo, el más amado. Si por esas cosas de la vida se interrumpe el camino al alumbramiento, el llanto mojará eternamente el alma maternal aunque jamás haya visto la carita del bebito.

Sin embargo, en la diversidad de los caminos las alternativas no siempre encuadran el mejor derrotero del mundo, que desde la vanidad y la soberbia humana, angustia los corazones perturbando la globalizada sociedad que se somete al destino nefasto de su ser adormilado en su voluntad salvadora. De la mano del horror los pobres no encuentran sosiego, pero los ricos tampoco por ese andarivel los hombres nunca fueron felices. Creer que podemos salvarnos solos es el peor convencimiento de la suficiencia y el engreimiento individual. Nadie se realiza en una comunidad que no se realiza. Ante la evidencia no podemos permitirnos seguir cayendo. La vida es todo lo que tenemos y en torno a la pesadumbre debemos mostrarnos las cosas como son. ¿Cómo engañarnos cuando la cara que desnaturaliza una misma moneda cautiva una parte de la constructora directa de los 270 días de gestación? ¿Es una ironía la desnaturalización que provoca 50 millones de abortos por año en todo el mundo? Consterna y entristece que millones de mujeres hayan empobrecido su ecuménico rol, ya que, en última instancia, es la dadora de luz quien decide el alumbramiento.

La familia se recrea en la proyección de sus hijos. El devenir se está cargando de mezquindad y no podrá soportarse en la conciencia colectiva tanta injusticia y discriminación de la mano de la criminalidad. Dramáticas estadísticas de una irracionalidad incomprensible carente de bondad y de respeto al prójimo ventilan números fantasmagóricos de exterminio de nuestra propia especie, que no han logrado superar ni siquiera las guerras más sangrientas en la historia de la humanidad.

¿Somos conscientes de los 50 millones de abortos que se realizan por año en todo el mundo? ¿Estamos vivos porque escapamos de la maledicencia que nos pudo prohibir a nosotros también alguna vez o porque nacimos en una cunita que se vistió de amor? Asistimos a presenciar signos espantosos de una sociedad mundial que se desmorona ante la indiferencia por los valores supremos y pasividad de las conductas, resaltando ribetes calamitosos de un hombre empobrecido espiritualmente, al punto que en su ingratitud pareciera no concernirle transitar tan bajo grado de degeneración y de barbarie. La sonrisa bendecida de ese niño de Aldo Neris Lozada no la veremos nunca en medio de la insensatez y del horror desprendido de aquellos seres todopoderosos, especie de dioses que en la vana presunción y suficiencia de un indomable ego se erigen en jueces para resolver, desde el juicio propio, sobre la existencia y el derecho a la vida, sentenciando -sin potestad dada ni recibida-, a la muerte al más tierno e indefenso ser de la Creación.