Jugar a las escondidas era una de sus pasiones y la sonrisa de su cara era marca registrada. Cada “¿por qué?” en cada conversación, lo hizo un chico difícil de olvidar. Y a pesar de que la vida lo golpeó con la muerte de su papá, fue un niño que nunca perdió la alegría. A esto se sumó que era buen estudiante, con un promedio que no bajaba de 8. De esta forma Ariel Tapia fue recordado por sus amigos, sus compañeros de la escuela y sus maestras. El niño, que pasó sus últimas horas planeando su fiesta de cumpleaños y estudiando para terminar la escuela y así conseguir un buen empleo cuando fuese grande, fue encontrado muerto dentro de una heladera, a 60 metros de su casa.
Todos sabían que estaba contento. Es que le resultaba imposible disimular la ansiedad de saber que le iban a festejar su cumpleaños porque su mamá había encontrado trabajo. Sin embargo, eso no ocurrió porque el lunes 3 de diciembre, fecha en que hubiera cumplido los 13 años, Ariel ya había desaparecido.
Fue un buen alumno y siempre reconocido por sus maestras por ser participativo en los actos. Ariel resaltó además por las constantes preguntas que hacía. Eso hizo que en el viaje de estudio a Río Cuarto, que fue en octubre, Liliana Vidable, la directora de la Escuela 9 de Julio, a la que asistía, tuviera un particular cuidado de él. ’Su curiosidad hacía que me diera miedo. Estábamos cerca de un lago y había unos troncos con raíces salidas. Y él me preguntaba “Seño, ¿qué pasa si se meto ahí? ¿Qué habrá ahí adentro?’’, dijo la docente.
Lo recuerdan como un chico impecable. Su ropa limpia y su cabello prolijo se contradecían con su carácter inquieto y travieso. Y esta fue la particularidad que lo convirtió en el “diferente de los Tapia”. Es que su hermano Nahuel, de 15 años, y Lucas, de 6, son tranquilos y callados.
Ariel era bueno en matemática y veloz a la hora de correr. Además de las escondidas le gustaba jugar a la pelota y sobre todo atajar. Y según Agustín, su compañero de Sexto Grado, nunca peleaba con nadie. Eran compañeros desde Segundo Grado y la amistad que los unía hizo que el viernes una cinta negra fuera prendida de su guardapolvo. De esta manera quiso homenajear a su vecino de banco. En tanto Kevin, su amigo del barrio, y su mamá, recordaron que el viernes 30 de noviembre en la noche fue la última vez que lo vieron. Dijeron que, “Peti” (como le decían) estaba contento porque no se llevaba ninguna materia y porque si seguía así, cuando fuera grande iba poder tener un lindo trabajo. Lo único que reprocharon los vecinos es que Ariel pasaba mucho tiempo en la calle y se quedaba hasta tarde jugando.
El niño de 12 años vivía en una casita de la Villa Angelita, en Santa Lucía, con su madre Alejandra, que trabaja en un hotel alojamiento, y sus hermanos, ya que su padre murió en 2009 en un accidente. Según las maestras, su mamá siempre estuvo presente, y antes de morir su papá les dijo que quería que sus hijos estudiaran para que no fueran como él. Además, sus vecinos coincidieron en afirmar que no perdía nunca la simpatía, pero que el único que le hacía borrar la sonrisa era Franco, su padrastro de 22 años.
