He aquí un hecho histórico al que no siempre se valora con la plenitud de su trascendencia, como dijera Walter Philippeaux. Recortada por tres ríos, Pilcomayo, Bermejo y Paraguay, Formosa era en el año 1919 una gran mancha verde en el mapa de la República, que significaba la espesa selva virgen. Sobre esa mancha, unos botones rojos señalaban la presencia de fortines aislados, librados prácticamente a su suerte. A su alrededor algunos heroicos colonos poblaban la selva, transitada únicamente a filo de machetes. El territorio en esa época estaba habitado por los indios pilages, tobas y matacos, además de tribus errantes de chunipíes (procedentes de la frontera boliviana) y macas, del Chaco paraguayo. En ese lugar estaba asentado el fortín "Yunká”, en el centro de Formosa, sobre la frontera Norte a 10 kilómetros del río Pilcomayo. Llegar hasta allí era una verdadera odisea.

Fundado en 1912 por tropas del Regimiento Nro 9 de caballería, se transitaba por huellas de carretas rodeadas por esteros pantanosos, y su guarnición vivía en un aislamiento que sólo el deber hacía llevadero. "Yunká” dependía de la línea de fortines que servían los efectivos de "Gendarmería de Línea”. Cada tarde, cuando la bandera Argentina descendía del mástil de tacuara, ese puñado de soldados, héroes sin medalla y sus familias, habían cumplido en silencio con la Patria.

Amanecía el 19 de marzo de 1919. Como era de rutina, dos carros tirados por bueyes, debían recorrer leguas y leguas hasta el fortín "Comandante Fontana” para traer provisiones y la correspondencia. Ese pequeño grupo de personas iba al mando del cabo Verdún, acompañado de Juan Sicco, cantinero del fortín; el resto lo componían cuatro soldados. Dos de ellos, Almeida y Bustos, debían anticipar su regreso con la correspondencia por lo cual iban montados. Mientras se alejaba el grupo era, sin saberlo, un adiós eterno. Al llegar de vuelta al fortín, como nunca antes había ocurrido les atrajo el silencio total que envolvía la selva y a sus ranchos, silencio quebrado solamente por el ladrido de los perros. Algo presagiaron, aunque no tuvieron tiempo de angustiarse, arrojándose de sus monturas, Almeida le gritó a Bustos: "¡Hermano, aquí han estado los indios !”. Lo que no imaginaron fue lo que vieron sus aterrados ojos de soldados sin historia: sobre el piso de uno de los ranchos, una mujer muerta y desnuda. En otro, el soldado Remigio Morínigo muerto degollado. Más alllá, al cabo Rafael Salazar ultimado a machetazos. Cuando llegaron al rancho del propio Almeida, éste vio muertos a su esposa e hijo; a sus otros dos hijos de 6 y 8 años, desangrándose. Fueron los únicos sobrevivientes del fortín "Yunká”. De allí se llevaron armamentos, municiones, comidas, utensillos, animales, ropa. Pasó el tiempo y con él, el fortín cambió de nombre por el de "Sargento Leyes” en recuerdo del suboficial que lo mandaba y que murió junto con sus tres hijos: María, Eduardo y Máximo. También al cabo Salazar, la esposa (Polonia Enciso), las mujeres María Ojeda, Demencia Pintos, soldados Fleitas, Eugenio Franco y Marcos Vallejos. No se detuvieron hasta el exterminio total. Se supo que fueron atacados a las dos de la tarde, hora en que en el fortín los pobladores estaban entregados a ese sueño que impone el calor de la selva al hombre víctima del paisaje. Así fue que el último malón, hace 94 años creó una epopeya en "Yunká”, que en idioma indígena significa "lugar donde se bebe aloja, sitio de bacanales”. Por cierto que la única bacanal fue de sangre. Es historia de nuestros días, pero ya es historia.

(*) Escritor.