Una tan reciente como alarmante sentencia dictada en Ecuador, lleva a reflexionar sobre ciertas cuestiones conflictivas en torno a la libertad de expresión. El fallo ecuatoriano que usamos como disparador, pronunciado por un juez penal de Guayas el pasado 20 de julio, condenó a un periodista y a tres directivos del periódico "El Universo", a tres años de prisión e impuso a éstos y a la empresa propietaria del periódico una multa de 40 millones de dólares. Ello, como consecuencia de una querella iniciada por el Presidente de ese país, Rafael Correa, frente a un artículo periodístico en el que se lo criticaba por considerar la posibilidad de perdonar a quienes participaron en el levantamiento policial de septiembre de 2010, que el propio Gobierno calificó como un "intento de golpe de Estado".

Más allá de contradecir importantes instrumentos internacionales que consagran la libertad de expresión (como el Pacto de San José de Costa Rica) e incluso hasta la propia Constitución ecuatoriana que asigna a los convenios en materia de derechos humanos un lugar prioritario, la sentencia deja al descubierto varios aspectos preocupantes: el polémico mantenimiento de la figura penal del "desacato"; un mensaje no precisamente subliminal a la prensa en general en cuanto a que criticar al Presidente de la Nación costará literalmente "caro"; el debilitamiento de la construcción democrática y fluida del libre debate de ideas; y, entre otras cosas, una triste y degradada imagen de la justicia, funcional al poder político y que calma el apetito autoritario del presidente Correa en Ecuador, no demasiado diferente del que en sus respectivos países exhiben los primeros mandatarios Hugo Chávez (no hace mucho "surrealistamente" agasajado y premiado en Argentina por su defensa de la libertad de expresión) y Evo Morales.

Justamente las leyes de "desacato" (figura que recibe distintos nombres en América latina), que contienen la amenaza de responsabilidad penal contra quienes "difamen" a funcionarios políticos, pueden utilizarse como método para suprimir la crítica y los adversarios políticos de quienes tienen a su cargo el Gobierno. Por ésta y otras razones fueron declaradas incompatibles con el Pacto de San José de Costa Rica por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Comisión IDH) en 1995. A partir de entonces, varios Estados derogaron los delitos de desacato y difamación en sus diversas manifestaciones, por ejemplo, Paraguay, Costa Rica, Perú, Panamá, El Salvador, Honduras y Guatemala; aunque todavía se mantienen ciertos enclaves de resistencia, que hacen perdurar la aplicación de tales figuras penales, como es justamente el caso de Ecuador.

Argentina, que no está precisamente exenta de fuertes confrontaciones entre el Gobierno nacional y ciertos medios de comunicación, fue pionera en la materia pues en 1993 derogó el delito de "desacato" por medio de la Ley 24.198, en cumplimiento de un compromiso asumido por el Estado ante la Comisión IDH, como consecuencia de una denuncia planteada internacionalmente por el periodista Horacio Verbitsky. Asimismo, y de resultas del caso "Kimel", resuelto en 2008 contra Argentina por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se sancionó en 2009 la Ley 26.551 que intentó adecuar a los estándares internacionales los supuestos penales contenidos en los arts. 109 (calumnias) y 110 (injurias) del Código Penal.

Vale insistir en el carácter preferente y estratégico que la libertad de expresión adquiere en el Estado de Derecho, entre otros objetivos, para el desarrollo y la protección de los derechos humanos y el control del poder público, lo que no significa indemnidad ni impunidad de la prensa sino que le demanda un ejercicio ético y socialmente responsable.

Sin libertad de expresión no hay libertad posible y aquella está íntimamente asociada a la democracia, debiendo tenerse siempre presente que cuando se obstaculiza el libre debate de ideas y opiniones se cercena tal libertad y el efectivo desarrollo del proceso democrático. Y en este punto es claro que, como ha explicado Alberto Binder, "todo Estado democrático es sustentado por la crítica política; a su vez, todo gobierno se siente amenazado por ella. Bajo este conflicto subyace una de las tensiones fundamentales de la vida política, que traza el límite tras el cual comienza el autoritarismo".

El modo como se manejen estos espacios tensionales permitirá ponderar el caudal de (in)madurez democrática del Estado, el marco de (in)tolerancia de las autoridades gubernamentales respecto de las críticas y el escrutinio periodísticos en los temas de interés público, el grado de apertura cualitativa hacia el debate y la deliberación en torno a cuestiones de gravitación institucional y el nivel de (im)probabilidad de que exista una opinión pública informada, abierta y pluralista.

(*) Profesor de la UCC y director del Instituto de Derecho Constitucional (DC). Miembro de la Asociación Argentina de DC, del Instituto Iberoamericano de DC y de la Asociación Mundial de DC.