La avaricia es un grave desorden. El dinero, mirándolo en su cariz positivo, es necesario para la vida porque somos seres sociales, pero en su justa medida. Lo excesivo asfixia. Aunque no lo queramos reconocer, el dinero desafía a Dios, ya que llega hasta a ocupar su puesto: "’Ninguno puede servir a dos patrones, porque odiará uno y amará al otro, o tendrá afección por uno y despreciará al otro. No pueden servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24), dice Jesús.

Si nosotros fuésemos en verdad libres en relación al dinero, ¿nos resultaría difícil pagar los impuestos o las multas contravencionales? ¿Sería tan complicado devolver el dinero prestado, en los términos convenidos? La experiencia muestra la complejidad y conflictos de todo ello. Un adagio español antiguo solía decir: "’Nadie sabe cuánto se aman los hermanos, hasta se reparten la herencia”.

Se trata de un medio que consagra nuestra vida en sociedad. Si alguien fuese a vivir a una isla desierta, no llevaría dinero, pues a nadie le compra ni a nadie le vende. Existe el dinero porque existe el hombre en comunidad y es un medio de cambio. Pero el problema es que el dinero se resiste a ser solamente medio. Quiere ser fin. Ostenta afán multiplicador. Quiere ser más, porque cuanto más posee, más desea.

"’El dinero es un buen servidor, pero un mal maestro”, dice la escritora francesa Françoise Sagan. Si la persona no se pone limites, no se autoeduca en la austeridad, pueden sucederle desgracias sin término.

"’La avidez de dinero es siempre infinita, insaciable, ilimitada sea en la abundancia de bienes sea en la falta de los mismos”. Con estas palabras el gran historiador romano Salustio Crispo de siglo I aC, medita sobre las razones por las cuales el pueblo romano, una vez disminuidas sus fuerzas morales y en pleno de corrupción administrativa, se encontró en medio de crisis internas. En el mismo autor leemos que el rey Jiugurta, soberano de Numidia y enemigo del Estado romano, en señal de desprecio hacia la clase política romana, dijo estas palabras: "’Roma está lista para ser vendida y destinada a desaparecer pronto, apenas encuentre alguno que la compre”. Esta admonición resuena también en nuestras sociedades. Y esto más allá de Roma.

¿Qué han de hacer los ciudadanos honestos? Puede darnos una lección la historia.

En la misma época de Salustio vivió también Cicerón, quien esgrimió cinco espléndidos discursos contra Verre. Este era un funcionario dado al engaño y a la depredación de los Sicilianos. Pero fue acusado de cohecho y gracias a la oratoria de Cicerón, tuvo una ejemplar condena. También hoy es oportuno y necesario que los ciudadanos honestos, desde el ejemplo de tantos antiguos dirigentes, sean siempre modelos de honestidad.

Eres avaro "’si deseas largamente, ardientemente y con inquietud los bienes que no tienes”, escribe san Francisco de Sales en su "’Introducción a la vida devota”. Se trata como decíamos, de poner límites a los deseos, de ser mesurado en las ambiciones. En verdad, es aconsejable siempre una vida austera. Sin ostentaciones que exaltan el ego en forma desmedida y provocan el sentimiento de la envidia, de suyo antisocial.

La bondad de una vida austera estriba en el ahorro de las enfermedades. Físicas o psíquicas. Vuelve el corazón libre, capaz de ver en el otro un hermano. Capaz del don de compartir. Y como decía Borges, "’sólo es nuestro lo que damos”. La vida austera -libre de banalidades- sobre todo, no retrasa la conversión y la Gracia copiosa de Dios, verdadero tesoro.

(*) Párroco de Nuestra Señora de Tulum y director del Instituto de Bioética de la Universidad Católica de Cuyo.