La polémica por el fútbol que exudan la Copa de las Confederaciones y el Mundial 2014, amplificaron el reclamo apremiante del pueblo y de las juventudes brasileñas autoconvocadas por las redes sociales, para que se ponga coto a la podredumbre de la corrupción, el histórico ingrediente que ha condenado a Brasil a ser uno de los países más desiguales de la Tierra.
Para el papa Francisco, fanático del "’jogo bonito” futbolero, pero también del "’jogo limpo” de la vida diaria, la corrupción no es un pecado sino el verdadero anticristo, el delito que no tiene perdón: "’Pecadores sí, corruptos no”, es una de sus máximas, al considerar que la corrupción es el peor acto contra Dios, un crimen con agravantes para quienes se asumen como líderes y servidores públicos.
Feliz coincidencia, tal vez, o encaje perfecto; lo cierto es que el papa Francisco tendrá el contexto ideal para encontrarse con las juventudes del mundo, después de que tras varios años en que los proyectos de ley anti corrupción fueron pateados a uno y otro lado de los corredores del Congreso, el Senado brasilero aprobó una legislación contra "’el crimen atroz” de la corrupción.
Los corruptos, a quienes Francisco califica de "’adoradores de sí mismos” porque solo piensan en ellos y "’consideran que no necesitan de Dios”, serán castigados a penas de hasta 12 años y no tendrán derecho a amnistías, indultos y libertad condicional. La ley penaliza a los autores activos y también pasivos, así acumulen riqueza mediante malversación, extorsión, evasión de impuestos o por irregularidades en la función pública.
Aunque las protestas comenzaron en el aumento del transporte en Sao Paulo y Río de Janeiro, esparciéndose por urbes y poblados, desembocaron luego en reclamos contra de una corrupción que asfixia y que carcome fondos para mejorar los servicios de salud, educación y seguridad. El fútbol, esa disciplina que divide la pasión de Francisco entre la Capilla Sixtina y el Gasómetro de San Lorenzo en Buenos Aires, también incentivó la ira brasileña. Fue el ex atacante Romario, ahora diputado, quien prendió la mecha criticando los miles de millones gastados en estadios de lujo para el mundial y las olimpíadas, con los que se podrían construir escuelas, hospitales y viviendas.
Todos fueron sorprendidos, especialmente porque Rousseff pensó que el "’mensalao”, la expulsión de ministros del gabinete por corrupción, y la masiva emigración de pobres a la clase media, habían expiado los pecados de la clase política.
La sanción de la nueva ley, que se descuenta será aprobada por la Cámara de Diputados, seguramente no detendrá los reclamos. Pero la duración y eficiencia de las protestas dependerá del enfoque de los planteos; cuanto más concisos más efectivos. Pero si las copan los violentos y los anarquistas, aquellos que todo ven mal y a nadie bien, las protestas serán tan ineficientes y efímeras como la de los indignados de Wall Street.
Si el movimiento popular consigue sobrevivir enfocando sus objetivos, podría convertirse en un contrapeso de la clase política, forzándola a rendir cuentas y a implementar mecanismos que sirvan para extirpar la corrupción de las instituciones.
La clase política de Brasil tiene la chance de transformar esta crisis en una gran oportunidad. Una sólida cultura anti corrupción no solo mejorará su economía y democracia, sino también será un loable producto de exportación que le consolidará como líder mundial
