Pilas y pilas de cajas convirtiendo los pasillos en pistas de carrera con vallas. Codazos ocasionales de gente que salía de las oficinas hablando por celular. Empellones de otros que cruzaban las puertas de espaldas. Órdenes, contraórdenes, indicaciones y preguntas atravesadas con chistes. Una joven con los ojos fuera de órbita, repitiendo en voz baja, como una letanía, que "esto es un quil…". Todo eso tuvo que atravesar el mozo para servir tres cafés. Y le llevó más de 3 minutos un tramo de menos de 15 metros. El edificio del Instituto de Investigaciones Económicas y Estadísticas en Jujuy y Córdoba, búnker máximo y centro de operaciones del Censo 2010, fue ayer una olla a presión. Algo previsible pero no por eso menos explosivo, en un lugar que, en su día más importante de la década, pasó de sus 16 personas habituales a más de 50 conviviendo en sus oficinas de menos de diez metros cuadrados.

Los coordinadores del censo habían arrancado la mañana algo ojerosos: casi todos se habían acostado después de las 2 de la mañana, y a las 6,30 ya estaban de nuevo en el búnker. La postal colorida y parsimoniosa de los empleados clavando el banner institucional en la fachada del edificio a las 7,15, aunque aún no lo imaginaban, quedaría en el cajón de las apostillas. Luego vendría la tromba. Los celulares al rojo vivo y la maquinaria puesta a andar a todo vapor, para solucionar todos los inconvenientes que fueran surgiendo entre los 6.900 censistas que andaban las calles, más los 1.700 suplentes y jefes.

Y toda la adrenalina, encima, tamizada con el estupor de la noticia de la muerte de Néstor Kirchner. Cada tanto, recorría los pasillos el rumor de que el censo quedaría suspendido por duelo. Y las autoridades tenían que hablar con todos, uno por uno, para que no desesperaran. En una de las oficinas el TV estaba puesto en un noticiero nacional, con el título del luto. Y por allí desfilaban los empleados que miraban de reojo, salían y preguntaban: "¿Y? ¿seguimos o no?". El clima no era de duelo, pero sí de estar al borde de la zozobra ante semejante acontecimiento.

La escalera no tenía paz. Arriba estaba la coordinadora del censo en la provincia, además de las áreas de monitoreo y seguimiento. Abajo estaban los encargados de las distintas áreas. Y subiendo y bajando, todos los que debían monitorear los pasos de los censistas, por medio de los informes de los jefes de los departamentos. Todo era por celular. Y para que ninguna novedad quedara en el tintero, habían repartido 3.580 pesos en crédito telefónico, distribuidos en 179 tarjetas de 20 pesos. Era una tarjeta para cada uno de los 19 jefes de departamento, los 90 jefes de fracciones censales y los 709 encargados de radios censales. En el último eslabón de la cadena estaban los censistas, que debían acercarse a la base más cercana (siempre a menos de 10 cuadras) para pedir lápices de repuesto, más formularios, o apoyo porque las casas resultaban ser muchas más de las que figuraban en el plano.

Precisamente ese era uno de los mayores dolores de cabeza en el edificio del ojo de la tormenta. Como los relevamientos previos fueron hechos en marzo pasado, el mapa cambió desde entonces. Por eso hubo casos de barrios nuevos o ampliados, que no estaban en la mirada previa. Cada vez que sucedía eso, la gente de Estadísticas pronunciaba la frase clave: "Explotó un segmento". Era la jerga para comentar que algún censista se había encontrado con más viviendas de las esperadas. Para eso, en el primer piso estaba el grupo al que internamente habían bautizado como el equipo SWAT del censo: eran los suplentes, con la bolsa cargada con lápices y formularios, listos para salir a reforzar el relevamiento.

En medio del bullicio, cada tanto iban a buscar al coordinador de la logística, José García. El hombre, de 71 años, era una especie de Wikipedia caminante para sus compañeros. Trabajó en 6 de los 9 censos nacionales que se hizo en el país, a partir del de 1960, y pasó por todos los roles, desde censista de calle hasta instructor. Ayer la titular de Estadísticas se refería a él como "una computadora", por la precisión con que disparaba los datos. Y algunos compañeros eran menos benévolos con el apodo: el Dinocenso, le estaban llamando.

El día siguió en el búnker con todo su ruido de base de operaciones, pero sin insolucionables. Se las arreglaron para coordinar a toda la gente, a los 120 choferes oficiales provistos por la provincia y los municipios, al helicóptero que se había usado para traer de vuelta al censista de la localidad de Las Liebres, y a los miles de kilos de papel que ahora encierran el misterio de los números que comenzarán a ser develados recién en diciembre próximo.