El evangelio de este domingo es el de las Bienaventuranzas (Lc 6,12-26). En ellas Jesús condensa su enseñanza sobre la felicidad: ese legítimo y trascendente deseo que todos llevamos dentro. Lo decía el pensador francés Pascal: "Todos buscan ser felices. No hay excepciones a esta regla. Aunque utilicen medios distintos, todos persiguen el mismo objetivo. Ésta es la fuerza motriz de todas las acciones de los hombres".

Tiempo atrás leía en un periódico que cientos de estudiantes se inscriben en la clase más popular de la Universidad de Harvard, la de psicología positiva, conocida como "el curso de la felicidad". Pero ser feliz no es gratis, ya que quienes asistan al curso sin créditos académicos o con créditos para los primeros años de la carrera, deberán pagar 700 dólares, mientras que obtener esos créditos en los últimos años de la carrera costará 1.625 dólares. La materia es dictada por el doctor Ben-Shahar, autor de un libro en inglés, cuyo título fue traducido al español como "Ganar felicidad: descubre los secretos de la alegría cotidiana y la satisfacción duradera". En una entrevista realizada en los Estados Unidos por Jon Stewart, conductor del programa televisivo "The Daily Show", Ben-Shahar comentó que la primera vez que dio el curso se habían inscripto sólo ocho estudiantes y dos lo abandonaron. Durante la primavera de 2006, en cambio, se inscribieron más de 800 estudiantes.

El deseo de felicidad anida desde siempre en la intimidad del corazón del hombre. Pero el interrogante que plantea el evangelio de las bienaventuranzas es: ¿En qué encontramos la perfecta alegría?

Quisiera relatar una historia conmovedora que nos ayudará a comprender que la felicidad que buscamos con tanta ansiedad en ciertos consultorios se encuentra en otro lugar. El gran predicador dominico Johann Tauler (1294 – 1361), a pesar de la excelente reputación que tenía en Alemania a causa de sus sermones, su ciencia y su caridad, se sentía insatisfecho en su corazón. Le pedía al Señor que le enviara a alguien que le enseñara el camino más corto y más seguro de la verdadera felicidad. Un día, vio en el umbral de una iglesia, entre los mendigos que esperaban limosna, a un pobre que apenas cubrían unos pocos harapos, y que el sólo verlo incitaba a la piedad. Sobrecogido de compasión, Tauler se acercó a aquel aparente desdichado y lo saludó con ternura: "Buenos días, amigo mío". "Gracias maestro", contestó el pobre. "Pero nunca he tenido un mal día porque sé que Dios es sabio, bueno y justo, y que nada ocurre sin su voluntad o consentimiento. Si me hallo en la miseria y soy despreciado, también alabo al Señor, y de ese modo no hay día triste para mí. He decidido abandonar mi voluntad en la de Él; por eso nunca he sido desdichado". Tauler lloró en silencio. Jamás había oído un sermón semejante, pero así y todo, intentó llegar más lejos con sus preguntas: "¿Qué te ha conducido a perfección tan elevada?". El mendigo respondió: "El silencio para conversar con Dios y no dejar que la ira o el odio se apoderen de mi corazón". A partir de entonces, Tauler se propuso imitar, en lo posible, a aquel santo pobre y, al recordar aquella aventura conmovedora, se acostumbró a decir en sus sermones que: "La felicidad es posible en el corazón y no en otro lugar; se halla en la disposición y no en la situación".

Hay gente que confunde placer con felicidad. El placer puede ser un fin en sí mismo, y también se agota en sí mismo. Pero, aunque se los confunda, placer y felicidad no son sinónimos. El placer es superficial y efímero; la felicidad es profunda y trascendente. El placer es una sensación, se registra con los sentidos; la felicidad es un sentimiento, se percibe en el alma. Es obvio, entonces, que la respuesta no la tienen los científicos con sus mediciones, los economistas con sus cálculos, o los gurúes con sus paraísos prometidos. La felicidad encuentra su fundamento en la primera bienaventuranza: "Felices los pobres de espíritu". Todas las demás son una consecuencia de ésta. La elección de la simplicidad de vida es una elección para alcanzar la perfecta alegría. Jesús promete el gozo del corazón a los pobres de espíritu. Es significativo que san Francisco de Asís, el santo de la pobreza, sea conocido como el santo de la alegría y de la fraternidad universal. No poseyendo nada, él sabía gozar de todo. Lo contrario del avaro, que teniendo todo, no disfruta de nada. No encuentra interés en aquello de lo que no puede decir: "¡Es mío! ¡Me pertenece!". La simplicidad y la sobriedad representan una elección de libertad. Las necesidades inútiles y artificiales crean una dependencia que hacen incapaz de cualquier renuncia y adaptación al cambio. Sofocan los valores más profundos. Nos convierten en esclavos de la necesidad. La sabiduría del evangelio nos enseña que la felicidad no consiste en poder satisfacer todas las necesidades, sino en tener menos necesidades posibles que satisfacer.