Un rugido raja la Mendoza en dos. Es la sirena de un patrullero, que se abre paso hasta frenar arando el pavimento entre la plaza 25 de Mayo y la Catedral. Es increíble que sólo a una cuadra de allí haya pasado, hace muy pocos minutos, el orden armonioso del Pericón Nacional. En su reemplazo, lo que hay ahora es una especie de representación espontánea de un mar caótico: olas furiosas que arremeten desde todos lados, chocan entre sí, se engullen y vuelven a crecer entre bramidos. Sólo que, en vez de agua, las olas son de adolescentes enfervorizados, cruzados casi todos por atavíos patrios, que acaban de ganar la plaza como un campo de batalla.
Nadie sabe con certeza qué están celebrando. El Bicentenario, dicen unos. El Mundial, responden otros. El feriado, confiesan algunos. Y le siguen dando vueltas a este tren desbocado, que la Policía intenta encarrilar sin mayor éxito. Los uniformados se alinean y trazan estrategias, pero parecen pastores confusos: el grupo que desarmaron aquí, se rearmó allá; los saltarines gritones que sacaron en bloque hasta una orilla bajo la orden de "vayan despejando", se filtraron por los costados y otra vez se convirtieron en una masa movediza en torno a la fuente.
Parece que Argentina acabara de salir campeón de algo. Los pibes y las pibas están envueltos en banderas, o llevan tremendas escarapelas en la cabeza, muchos se pintaron la cara de celeste y blanco y sobran las camisetas al tono. En total superan el medio millar. Cada grupo porta bombo, redoblante y cornetas. Gritan cantos con el nombre de cada escuela y saltan entre los policías que intentan calmarlos, mientras otra frenada llega desde el Este: es un patrullero de refuerzo.
A esta altura, la plaza 25 es un desmadre hormonal teñido con los colores patrios. Empiezan a circular las versiones, que a alguno se lo llevaron preso, que allá se están peleando, que los del colegio A están convocando al piñerío a los de la escuela B. Algunos huyen hacia la Catedral. Varias parejas aprovechan el río revuelto para liberar sus arrumacos a la sombra de los árboles. Y de a poco, como si hubiera Luna nueva, baja la marea, se apagan los tambores y los policías, ordenados y haciendo cordón, empiezan a bajar la guardia ante la retirada de la masa juvenil todavía enardecida.
