Por el Dr. Marcelo Abarca Gómez (*)
Ante los reclamos de parte de la opinión pública respecto de los hechos delictivos, exigiendo en definitiva endurecer el derecho penal, es necesario advertir que el derecho penal más duro o más blando no proporciona solución a la conflictividad social. No es instrumento idóneo ante ese suceso problemático, al contrario genera mayor reproducción del rol delictivo.
Los planteos en ese orden configuran una situación de absoluta demagogia al que se ven necesitados recurrir los dirigentes o funcionarios políticos antes los reclamos sociales de respuestas efectivas y rápidas, que en modo alguno se consiguen por ese camino que no deja de ser una ficción de solución, empero, sí logra neutralizar temporalmente el reclamo.
La responsabilidad de lograr soluciones reales obliga a advertir sobre el referido engaño y contribuir de manera idónea a mejorar la convivencia social. Endurecer las penas no genera mayor efecto disuasivo en los posibles clientes del sistema penal, estos, lo seguirán siendo por infinidad de motivos muchos de los cuales son ajenos a su propia voluntad, que los colocan en situación vulnerable al sistema penal. La pretensión de bajar o tener un índice "razonable” de hechos delictivos constituye un problema de deterioro cultural en términos sociológicos, la degradación a niveles alarmantes del sistema institucional conlleva necesariamente al desmadre social generando una situación de emergencia coyuntural, que da pábulo a las más diversas falacias.
Difundir sistemáticamente el reclamo de quien se encuentra en una situación de dolor persigue alguna finalidad en particular, empero, jamás será la de contribuir a una solución real, esta solo se logra conociendo la realidad del problema. Por ello, llama la atención la posición de algunos operadores jurídicos que se suman al discurso de mayor rigor punitivo, –verbigracia modificar el carácter progresivo del régimen penitenciario, lo que convertiría al Servicio Penitenciario en un depósito de personas, o considerar la flagrancia como verdad revelada, cuando las constancias policiales en muchos casos no reflejan la realidad de los hechos–, a contramano de los postulados de la ciencia penal que esta lejos de esa línea de opinión (mayor rigor penal), harto demostrada su ineficacia, postura que en modo alguno importa asumir una posición abolicionista que implica lisa y llanamente omitir la aplicación del sistema penal.
Abordar las soluciones reales significa trabajar en la reconstrucción de la credibilidad del sistema institucional, lo que implica en primer lugar desterrar la corrupción estructural para llegar a niveles coyunturales de corrupción. En este orden de ideas, sí sería un instrumento idóneo endurecer el nivel de sanción penal de los delitos de corrupción, lo cual no importa contradecir lo precedentemente expuesto, dado que en estos casos, el autor se encuentra en una situación de invulnerabilidad al sistema penal, quedando al margen de la selectividad con que opera estructuralmente el sistema. He ahí el principal motivo de que en nuestro país no hayan arrepentidos por la sencilla razón de que la eventual sanción que enfrentan es prácticamente simbólica, no habiendo en consecuencia razón de ser de confesar la responsabilidad para mejorar la situación procesal.
Asimismo, en la medida que el ciudadano común no comience a exigir de si mismo y de los demás conductas éticas en la coexistencia social, ningún motivo tendrá para abrir un juicio de reproche respecto de los hechos de corrupción, que no son más que la consecuencia necesaria del nivel de valores o desvalores que trasunta el sistema social. De modo tal que si cada cual no se hace cargo de la corresponsabilidad que le cabe en la causalidad de la situación institucional actual, difícilmente se logren encontrar los caminos idóneos que conduzcan eficazmente a revertir la realidad que nos toca vivir, no como advenedizos, sino como auténticos artífices de la misma.
