Pocas veces la creación de una entidad como la Organización Federal de Estados Mineros (Ofemi), conformada por diez provincias con producción minera, adquiere tanta relevancia. Y esta relevancia, que se materializa en la posibilidad de contar con un instrumento que al igual que lo que ocurre con la Organización Federal de Estados Productores de Hidrocarburos, le otorga la prerrogativa de asumir un rol preponderante en la administración de los recursos del subsuelo, le propone como objetivo esencial la tarea de coordinar y unificar normas del sector para generar un marco de sustentabilidad ambiental y sostenibilidad social.

En este contexto, no puedo dejar de valorar las expresiones que sostienen que la decisión de crear este organismo "es una línea clara del Gobierno nacional, que busca federalizar las decisiones estratégicas”, porque esta determinación, que le otorga a las provincias la facultad de decidir respecto a la forma en que deben afrontar los problemas que estructuralmente hacen a su atraso y postergación y a la necesidad de potenciar su crecimiento y desarrollo productivo, las estimula a movilizar toda la potencialidad económica existente, entre ella, de su recurso minero potencial.

La minería, a lo largo de miles de años, se ha constituido en un factor determinante para alcanzar el progreso experimentado y para acompañar la evolución por el conocimiento del hombre. Por esta razón, la historia está caracterizada en un extenso período por las Edades del Cobre, Bronce y Hierro, que luego de dar origen hace 45.000 años al primer método de explotación, permitieron proyectar a la minería como una actividad primaria, extractiva y productiva, luego a la metalurgia como la ciencia y técnica aplicada a la obtención y tratamiento de los metales y finalmente, desde la contribución de las aleaciones y metales, a soportar y sostener el extraordinario salto científico, tecnológico, militar, productivo e industrial que exhibe la humanidad.

La realidad minera mundial se inscribe en el contexto de sólo dos escenarios: el de un mundo desarrollado que posee escasos yacimientos, exiguas materias primas minerales, pero que cuenta con los recursos de inversión para obtener en otros países la materia prima mineral, y el de un mundo subdesarrollado, que posee en cantidad y calidad los recursos minerales demandados por el primer mundo y algunas economías emergentes, pero que no cuenta con los recursos de inversión para desarrollar la actividad de la gran minería.

Desde el punto de vista tecnológico e industrial, el funcionamiento de la economía mundial se sustenta en la existencia de al menos 28 minerales, que mayoritariamente se encuentran lejos de los países más avanzados. De este grupo, el 40% de las reservas mundiales están en países donde la renta per cápita es menor a los 6,5 euros diarios y respecto de los minerales estratégicos como el cobre, zinc, níquel, coltán etc., la Unión Europea sólo exhibe como producción el 5% de la extracción mundial. Adicionalmente, si sólo se mantiene el ritmo de la demanda actual, el consumo mundial de materias primas minerales se cuadruplicará en 20 años, de forma que cuando las economías emergentes (China, Brasil, India y otros países asiáticos) se alisten a cruzar el denominado Umbral del Desarrollo para discutir su liderazgo mundial, no solo, el 80% del transporte marítimo convergerá hacia el Pacífico y más del 60% del poder económico-financiero mundial se concentrará en el Área Asia Pacífico, sino que sólo en cobre la demanda de estos países se incrementará en 3 millones de toneladas anuales.

En este escenario Latinoamérica adquiere una importancia primordial, porque es donde se localiza casi el 40% de las reservas mundiales de minerales. La cordillera de los Andes se levanta como el reservorio de minerales integrados más diverso e importante de la tierra y donde Chile, Perú, Bolivia y Brasil han logrado proyectarse como los principales productores mundiales de: niobio, cobre, renio, yodo, nitratos, litio, plata, bauxita, hierro, tantalita, manganeso y zinc, grafito, estaño, antimonio, selenio y molibdeno.

En este contexto se inscribe la realidad minera argentina y lo hace no solo compartiendo con Chile la mayor extensión del reservorio mineral más portentoso a nivel global, sino que lo hace, como el única nación que puede proyectar a su actividad minera como una actividad económica país básica y estructural, es decir, sumando la categoría de país potencialmente minero a su histórica condición de país agrícola-ganadero o agroindustrial.

Comparto plenamente las expresiones "no hay ningún desarrollo posible sin la denominada licencia social, es decir, la aceptación de las comunidades” expresadas textualmente, pero estimo que necesitamos también de otras licencias. Una licencia que nos permita creer, en nuestras instituciones y en las obligaciones y responsabilidades que hacen a su cometido; una licencia que nos permita admitir que del total de las 23 que conforman nuestro territorio, 18 provincias en mayor o menor grado revisten una importancia minera; una licencia que nos permita imaginar, que sobre la base de la prodigiosa cultura del esfuerzo, la producción y el trabajo se puede torcer esa especie de fatalidad que se nutre de la marginalidad, la miseria y la pobreza y una licencia que nos permita soñar finalmente que una Argentina previsible, productiva, exportadora, próspera, justa, inclusiva y solidaria es posible.