En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano (Mt 1,15-20).
Las lecturas bíblicas de la misa de este domingo convergen en el tema de la caridad fraterna en la comunidad de los creyentes, que tiene su manantial en la comunión de la Trinidad. El texto del evangelio, nos dice que el amor fraterno comporta también un sentido de responsabilidad recíproca, por lo que, si mi hermano comete una culpa contra mí, yo debo hablarle personalmente. Este modo de actuar se llama corrección fraterna. Comenta san Agustín: "Aquel que te ha ofendido, ofendiéndote, se ha inferido a sí mismo una grave herida, y tú ¿no te preocupas por la herida de un hermano tuyo? Tú debes olvidar la ofensa que has recibido, no la herida de tu hermano”.
¿Por qué dice Jesús: "repréndele a solas”? Ante todo por respeto al buen nombre del hermano, de su dignidad. Dice: "tú con él”, para dar la posibilidad a la persona de poderse defender y explicar sus acciones en plena libertad. Muchas veces lo que a un observador externo le parece una culpa, en las intenciones de quien la comete no lo es. Una franca explicación disipa muchos malentendidos. Pero esto no es posible cuando el problema se lleva al conocimiento de todos. ¿Cuál es, según el evangelio, el motivo último por el que es necesario practicar la corrección fraterna? No es ciertamente el orgullo de mostrar a los demás sus errores para resaltar nuestra superioridad. Ni el de descargarse la conciencia para poder decir: "Te lo había dicho. ¡Ya te lo había advertido! Peor para ti, si no me has hecho caso”. No, el objetivo es ganar al hermano. Es decir, el genuino bien del otro. No siempre depende de nosotros el buen resultado de la corrección: a pesar de las mejores disposiciones, el otro puede no aceptarla, hacerse más rígido; por el contrario, depende siempre y exclusivamente de nosotros el buen resultado a la hora de recibir una corrección. No sólo existe la corrección activa, sino también la pasiva; no sólo existe el deber de corregir, sino también el deber de dejarse corregir. Y aquí es donde se ve si uno es suficientemente maduro para corregir a los demás. Quien quiere corregir a alguien tiene que estar dispuesto a ser corregido. Cuando ves que una persona recibe una observación y escuchas que responde con sencillez: "Tienes razón, ¡gracias por habérmelo dicho!”, te encuentras ante una persona de valor. La enseñanza de Cristo sobre la corrección fraterna debería leerse siempre junto a lo que dice en otra ocasión: "¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: "Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo” no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo?” (Lc 6, 41-42). En algunos casos no es fácil comprender si es mejor corregir o dejar pasar, hablar o callar. Por este motivo es importante tener en cuenta la regla de oro, válida para todos los casos, que el apóstol Pablo ofrece en la segunda lectura (Rom 13, 8-10) de este domingo: "Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor. La caridad no hace mal al prójimo”. Es necesario asegurarse, ante todo, de que en el corazón se dé la disposición de acogida a la persona. Después, todo lo que se decida, ya sea corregir o callar, estará bien, ya que el amor "no hace mal a nadie”. ¿Y si el hermano no me escucha? Jesús en el evangelio de hoy indica unos pasos: primero hay que volver a hablarle con otras dos o tres personas, para ayudarle a darse cuenta de lo que ha hecho; si a pesar de esto rechaza aún la observación, es necesario decirlo a la comunidad; y si no escucha ni siquiera a la comunidad, hay que hacerle percibir la separación que él mismo ha provocado, separándose de la comunión de la Iglesia. Louis Nizer fue un afamado abogado nacido en Londres, pero que vivió la mayor parte de su vida en Estados Unidos. En 1973 escribió "La conspiración de la implosión”, obra en la que examinó la condena y ejecución de Ethel y Julio Rosenberg, denunciados por espionaje a favor de los soviéticos. Allí escribió una frase significativa: "Cuando un hombre apunta el dedo acusador contra alguien, debería recordar que los otros tres apuntan hacia él mismo, a su yo y a sus propias miserias”.
