Primo Levi, sobreviviente del campo de exterminio Auschwitz y autor del libro "’Si esto es un hombre”, guiará nuestra exposición puesto que aquí encontramos frases radicalmente simples pero fundamentalmente desconcertantes. Los sobrevivientes dijeron que olían el olor de la carne humana incinerada. Pero, ¿qué puede evocar eso en nosotros? Ha habido accidentes de tránsito donde, desgraciadamente, las víctimas murieron quemadas también. Sin embargo, "’oler” en esas circunstancias no podrá nunca significar lo mismo que oler carne humana incinerada, cuando la persona ha muerto en una cámara de gas, después de haber sido llevada en tren de ganado hasta el campo de exterminio, maltratada a golpes, privada de agua y de comida.

Si gracias a la filosofía cada palabra recobra su sentido, ello supone que su rol sería el de fijar la norma y determinar lo que ella habrá de evaluar. Pues nada puede estar por encima de una realidad si esta realidad escapa a las palabras que quieren comunicárnosla. El lenguaje del campo, que dice y que cuenta, es un idioma para iniciados, para los que ya saben. Pero el que viene de afuera no puede disponer del material para descifrarlo. ¿Cómo entrar dentro de este universo si la comprensión supone lo que el otro comparte conmigo? La filosofía se ve obligada a empezar este largo trabajo de creación de un espacio de comprensión a partir de un lenguaje común: el lenguaje de los testigos.

En primer lugar, la industria de la muerte tenía como primera consecuencia la de destruir la capacidad de un idioma de decir o más simplemente de describir. El primer efecto de la destrucción aniquilaba el bien esencial del ser humano: la confianza en su propio lenguaje. Desde el punto de vista de las víctimas, la llegada a los campos de exterminio produjo un choque que parece haber dejado al idioma huérfano de recursos. Muchos testimonios afirman que la llegada al campo fue como entrar en un mundo de locura donde no había comprensión posible.

Pero justamente, las víctimas no tenían que entender, porque entender abría la posibilidad de una reacción de resistencia o de apropiación de la situación por la misma víctima. Lo que hubiera significado ser menos víctimas, aún sin tener armas. Para entender este choque entre los que llegaron y el campo, la filosofía tiene que admitir que el lenguaje tiene limitaciones. Puede ser manipulado por una realidad que no se deja definir, determinar, y fijar con los elementos de que dispone el idioma. No todo es lenguaje, a pesar de las exigencias de quienes lo quisieran así. Hay realidades que lo excluyen y destruyen su capacidad de decir la verdad.

En segundo lugar, la industria de la muerte logró destruir uno de los conceptos más ampliamente aceptados por los seres humanos que es el de la verdad entendida como la adecuación entre una proposición y la realidad que ella señala. Se podría pensar que el discurso dentro del campo y aquél que lo traduce mediante el testimonio tenían por finalidad decir lo real.

En el espacio del campo todo está organizado con miras a romper todo tipo de lazo, todo tipo de solidaridad, todo tipo de finalidad de preservación de las personas. En este caso el discurso ni siquiera dispone de signos adecuados. Esto es precisamente lo que dicen muchos testigos cuando afirman que no logran encontrar las palabras exactas o adecuadas para describir la experiencia. Y en relación con los acontecimientos, estamos frente a un caso donde el pensamiento se ve desbordado por la realidad.

Nos hemos acostumbrado a pensar que la creatividad propia del idioma podía permitirnos referir exitosamente cualquier tipo de experiencias. Sin embargo, ni el recurso a la ficción o a las herramientas de la retórica (metáforas, alegorías) sirvieron a la hora de expresar la realidad del campo o las vivencias de los condenados a muerte. En otras palabras, el poder destructor de la industria de la muerte se aplicó también sobre el lenguaje que no logra comunicar esta catástrofe para compartirla con los otros. Impedir que el lenguaje transmita la experiencia fue lo que precisamente trataron de hacer los nazis.

Por otro lado, la voluntad de reducir al hombre a su dimensión animal está presente en esta maquinaria que hace que la práctica de la comunicación en los campos termine siendo un instrumento de gran empobrecimiento. El lenguaje deja de ser, allí, para el hombre, el material rico en posibilidades expresivas de la libertad de decirlo todo. Esta pérdida constituye una victoria de los nazis, en efecto, las condiciones dramáticas de la vida en el campo, el hambre, los golpes, la incertidumbre sobre el propio destino, las selecciones a las que se era sometido redujeron las categorías del idioma a aquéllas que eran estrictamente necesarias para la supervivencia.

Toda la agudeza de que la conciencia era capaz se orientó a mantenerse apegado, haciendo uso de las palabras más simples, a aquello que podía salvarlos. Estamos ante un proyecto que pensó hasta el más mínimo detalle para reducir el hombre a su estado de subhumanidad, un estado preparatorio para la destrucción.

(*) Estudiante de Filosofía en la UNSJ.