Ese día había sido muy largo. Agotador, interminable, como toda faena de las minas de la primera mitad del siglo XIX. En Copiapó, el pueblo chileno que casi dos siglos después trascendería por el milagro de los 33 mineros que sobrevivieron dos meses a un derrumbe, algunos trabajadores solían bajar, entrada ya la noche, a un lugar conocido como la Placilla, donde se reunían caballeros y damas distinguidos de la sociedad trasandina. Algunos mineros, todos pobres, sucios, con el uniforme todavía puesto, tenían permiso de acompañar a sus patrones en esas veladas nocturnas.
Pero permanecían en los rincones, en silencio, escuchando hablar a los demás. Sólo uno fue casualmente invitado a participar de una conversación sobre temas cuya erudición poco tenía que ver con la cultura del obrero de mina. Y cuando lo hizo, dejó a todos con la boca abierta: les dio lecciones de historia europea y geografía, con un conocimiento que ellos mismos no tenían. Ese minero barbudo, de voz seca y firme, era nada menos que el joven Domingo Faustino Sarmiento, quien tenía 24 años y trabajaba en Copiapó.
La anécdota está contada de forma magnífica por el propio Maestro en su libro Recuerdos de Provincia. Según relata, corría 1835 y la Placilla era administrada por la esposa del mayor Mardones, Juez de Minas y, por lo tanto, autoridad incuestionable.
Esa noche, cuenta Sarmiento, estaba hospedado en el lugar un hombre de apellido Codecido, “pulcro ciudadano que se quejaba de las incomodidades y privaciones de la jornada”. Todos los saludaron con respeto, incluido el sanjuanino, quien hizo una reverencia tocándose el gorro de trabajo para ir de inmediato a sentarse en un rincón apartado. Era, según narra, para “sustraerme a las miradas en aquel traje que me era habitual, dejándole ver sin embargo al pasar mi tirador alechugado, que es la pieza principal del equipo”.
Es que, según cuenta en el mismo capítulo de Recuerdos de Provincia, Sarmiento había decidido vestir todo el día su uniforme de minero “por economía, pasatiempo y travesura”. A ese particular atuendo lo describe así: “Calzaba gabucha y escarpín; llevaba calzoncillo azul y coton listado, engalanando este fondo, a más del consabido gorro colorado, una ancha faja de donde pendía una bolsa capaz de contener una arroba de azúcar y en la que tenía yo siempre uno o dos manojos de tabaco tarijeño”.
Con esa facha andaba el Maestro aquella noche, cuando se tocó el gorro a modo de saludo y el refinado señor Codecido ni siquiera se dignó a mirarlo, convencido de que el sanjuanino era otro humilde obrero del puñado. Pero esa indiferencia le duraría pocos minutos. Cuando los caballeros que discutían empezaron a tener lagunas sobre hechos y lugares propios de Europa, algunos de ellos, argentinos y casi confidentes de Sarmiento, se volvieron hacia él para pedirle orientación. Entonces le llegó el turno al minero de demostrar lo que sabía.
“Provocado así a tomar parte en la conversación de los caballeros -narra en Recuerdos…- dije lo que había en el caso, pero en términos tan dogmáticos, con tan minuciosos detalles, que Codecido abría a cada frase un palmo de boca, viendo salir las páginas de un libro de los labios del que había tomado por apir.
Explicáronle la causa del error en medio de la risa general, y yo quedé desde entonces en sus buenas gracias”.
Quienes conocían a Sarmiento, sabían que su aspecto de minero agrisado poca relación guardaba con su verdadera erudición. En el mismo libro, el sanjuanino cuenta que trabajando ya en Copiapó, usó el poco tiempo libre que le quedaba para traducir del inglés al español los 60 tomos de la colección completa de novelas de Walter Scott, además de otras cuantas obras. Como casi todo en su vida, a los idiomas los había aprendido con métodos más autodidactas que académicos. Y en Copiapó no había quien no hablara de ese minero que se la pasaba leyendo, el mismo que hablaba ya tres idiomas, les enseñaba francés a algunos jóvenes compañeros suyos y, al mismo tiempo, hacía dibujos de animales, sobre todo de aves, para entretener a los mineros de Punta Brava.
Dos años después de aquel recuerdo de la noche en que sorprendió a todos con su conocimiento, Sarmiento aprendería también el idioma italiano, pero ya de regreso en su San Juan natal. Había vuelto del exilio en Chile porque el trabajo minero lo había dejado postrado con fiebre tifoidea. Y su familia, temiendo por su vida, logró arrancarle el permiso de repatriación al entonces gobernador Nazario Benavídez, pariente y enemigo férreo de sarmiento y sus ideas políticas. Pero el Maestro tardaría sólo cuatro años en volver a escaparse a Chile con la muerte a sus espaldas. Esta vez, la minería dejaría de ser un montón de recuerdos simpáticos para él: pasaría a convertirse en un proyecto económico más para la construcción de la Nación Argentina.
