Las radios anunciaban que se aproximada a la llegada un numeroso pelotón. La tribuna popular no podía ocultar su inquietud. Un ronroneo se sumaba al aire sobrecargado. De pronto, muchos no pudimos ver más porque la multitud se levantó en danza frenética y nos tapó la tarde. Una cabellera oro había descolgado el otoño de un sauce, y lo entregaba pasional a la muchedumbre: Antonio Matesevach se había despegado del pelotón y entraba triunfal al estadio.
Esa tardecita muchos fuimos felices. El Payo había confirmado su chapa de ídolo, ese ser que tiene la virtud de hacer feliz a la gente, por ser una pertenencia de ella, una aspiración recóndita hecha realidad, un pretexto para atarse a un lugar, para sentirse carne de un pueblo, una ocasión para ponerse el traje de la pasión.
Se ha ido Antonio, sorpresivamente, con similar sorpresa a aquella que generó cuando fue herido casi de muerte por un automovilista en una calle de Winnipeg, populosa ciudad de Canadá, cuando había convocado la expectativa y la esperanza de todo un país en un torneo Panamericano, y tuvo que volver con el ala rota y sin competir. Se ha ido un hombre bueno y cordial, una persona especial, un ser con un carisma extraordinario, ese atributo que sólo reciben algunos y por lo cual se erigen en referentes y amados. San Juan tiene hoy, junto a sus alegrías, otra herida inferida, de tantas y tantas. La dorada época donde grandes ídolos se sumaban a su figura agraciada para poner a San Juan en altares y lujo, lo rescata y eterniza. Vientos de vendimias rojas y epopeyas se suman al hombre común que Antonio presentaba al sentimiento de la gente. El viejo estadio Cantoni es posible que haya llorado, como asegura Jorge Leónidas Escudero que ocurrió con las mesas y las sillas del bar "Don Douglas”, cuando murió Rufino Martínez; el poeta afirma que el llanterío llegaba hasta la calle. Acá no es posible pensar otra cosa. Entonces atesorar como rosario de azahares la metáfora de nuestro gran poeta y regalársela al Payo. Todo te ha de esperar en el viento, querido Antonio.
La popular revienta, delira y lagrimea zorzales heridos. La doble Calingasta se dobla de dolor. La ruta a Mendoza no quiere ni mirar al costado para percibir el agitar de una sombra lastimada. El velódromo da vueltas y vueltas de soledad sobre sí mismo, y se trepa a una nube dorada, aquella que copia la triunfal cabellera del Payo constituyéndose en trofeo sanjuanino, esperanza de una tierra valiente, orgullo de un país gracias a otro sanjuanino ilustre. ¡Fuerza, hermano querido! Dejamos las lágrimas para nosotros, porque un pelotón celeste te ha alcanzado el cielo.
