Llegó al barrio en mal momento, cuando -poco antes que él- habían llegado cuatro perros, seguramente abandonados, buscando cobijo y amor. Entonces tratamos de que el nuevo visitante se fuera a buscar su destino a otro lado, eran demasiados animales nuevos en la cuadra, y nadie podía adoptarlo porque había previos compromisos adquiridos. Pero él se quedó, a fuerza de constancia, personalidad o lo que fuese. Fue bautizado Remigio.

No obstante que entra a todas las casas de la cuadra y varios vecinos le damos de comer o asistimos cuando tiene un problema de salud, Remigio decidió ser callejero, remontar las calles del barrio una y mil veces, alejarse de él, trotar incansablemente por sus aceras, perseguir los autos y bucear en otras vecindades, y -cuando se le antoja- quedarse un rato bajo la mesa de alguna de las casas o jugando con sus amigos perros adoptados.

Un día rebotó en el vecindario la noticia de que había sido envenenado, como antes lo había sido su compañerita Manchita, al parecer por el mismo autor. Y la cuadra se levantó en vilo, se autoconvocó en amor e indignación. El perrito fue llevado urgentemente al veterinario del barrio. Allí se debatió varios días entre la luz y la sombra, el afecto y la ignominia, poniéndole como pudo rosas y alas a su hígado casi destrozado por el veneno, hasta que, seguramente por imperio del amor generalizado, se sacudió la muerte, se incorporó como bandera y se puso a disposición de la ternura que no lo dejaba marcharse. Remigio, por fin, fue adoptado por un vecino que trata de convencerlo de que no puede volver a arriesgar en la calle su hermosa vida y lo tiene casi secuestrado con su dulzura; trata de hacerle ver que la muerte puede andar a pulso absurdo y que no se puede descartar que vuelva a empuñar la crueldad. Él suele salir al jardín de la casa de enfrente; me mira con intriga o confusión, extrañado de su nueva vida; mueve la colita y llora prudentemente, contándome que le gustaría volver a agitar sus sueños por esas calles donde fue rey y gorrión fundamental; pero pronto se calma, debe haber algo en su almita callejera que le sugiere aceptar este destino, por ahora quizá un poco triste pero librado de acechos. Remigio sigue siendo nuestro. La calle ya no lo tiene correteando por sus venas, este otoño oxidado y gris; pero Remigio ya nos alerta corazones más sosegados, ya no se nos saltan esos pájaros del pecho cuando escuchamos un alarido cortar el aire como estilete. Él ya tiene donde asegurar sus hermosos huesos, aunque extrañe aquella libertar de mil batallas, aunque, por un tiempo, los vecinos lo tengamos espinado en el alma.