En los domingos precedentes hemos podido comprobar cómo Jesús se manifestó: a los Magos venidos de Oriente; en su Bautismo en el río Jordán, y ahora en un ambiente de fiesta en el que dos amigos de Jesús contraían matrimonio. Basta leer el final del evangelio de hoy para corroborar lo que acabamos de afirmar: "Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él" (Jn 2,11). No faltará quienes hubieran preferido que el Maestro hubiera realizado su primer signo en otro ambiente, como tal vez hubiera podido ser un funeral o una celebración litúrgica en el Templo. Pero el evangelista Juan coloca la inauguración de la vida pública del Señor en el contexto de una fiesta de bodas. Su misión pastoral comienza en un ambiente de alegría. Es hora de comprender que Dios nunca quiere arruinarnos la fiesta de la vida sino permitirnos experimentar el valor del gozo. Lamentablemente con no poca frecuencia asociamos su presencia a los momentos de dolor o de dificultad en nuestra existencia.
Se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús también fue invitado con sus discípulos. Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: "No tienen vino". Jesús le respondió: "Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía". Pero su madre dijo a los sirvientes: "Hagan todo lo que él les diga" (Jn 2, 1-5). En aquella época, la fiesta de casamiento duraba ocho días continuados. Pasados los primeros, comenzó a faltar el vino. La serenidad y la alegría de los noveles esposos, de sus familiares e invitados, corría serio peligro. Lo que debía permanecer para ellos como el más hermoso de los recuerdos, estaba por transformarse en una seria pesadilla. Pero María es la que percibe las necesidades de los hombres, y anuncia a su Hijo: "No tienen más vino". Allí la Virgen se muestra ejercitando su función de mediadora maternal. Es la que se coloca en medio, entre la carencia de los hombres y la presencia bondadosa de Jesús. Recoge las limitaciones de la humanidad y se las presenta a Aquel que "puede hacer grandes cosas porque su nombre es Santo"(Lc 1,49). Jesús se resiste al principio, pero cede después para cumplir el hecho prodigioso: Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una. Jesús dijo a los sirvientes: "Llenen de agua estas tinajas". Y las llenaron hasta el borde. "Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete". Así lo hicieron. El encargado probó que el agua se había cambiado en vino (Jn 2, 7-10). El agua y las tinajas de piedra son, bíblicamente, signos de la Antigua Alianza; y el vino, símbolo del Evangelio. "Seis" eran las tinajas, y ese número es la cifra de lo incompleto, de la imperfección, en oposición a "siete" que expresa la totalidad y la plenitud. Jesús viene a revelarnos que lo que completa y lleva a plenitud es el amor. El hombre ya no se sentirá más ligado a Dios por el vínculo del temor. Es la Ley del Antiguo Testamento la que produce la tristeza de la Vieja Alianza, en la que falta el vino del amor.
¿Cuál es el remedio para cambiar en ciertas ocasiones, la rutina de la tristeza por el estreno de la alegría? La respuesta es: hay que invitar a Jesús a la boda de la vida. Si hace su entrada y permanencia en ella, a Él se podrá acudir cuando nos comience a faltar el entusiasmo de los primeros días. Y esto también se debe aplicar a los matrimonios en los que no pocas veces, el amor inicial, con el pasar de los días y de los años, se va consumiendo y apagando su llama. Todo sentimiento humano por ser tal, es recesivo, tiende a agotarse y transformarse en una débil costumbre. Y ésta, siguiendo la expresión de Shakespeare, "es un monstruo que devora y reduce a cenizas lo que encuentra". Cuando la nube de la tristeza y del aburrimiento hace su ingreso en una vida matrimonial, a los hijos que son los invitados a esa fiesta, ya no se tiene más nada para ofrecer sino el propio cansancio, la frialdad recíproca y la amarga desilusión. Sólo hay tinajas vacías. El fuego al que habían sido llamados a acercarse para darle calor a sus vidas se va apagando y todos terminarán buscando fuera de casa, llamas que les brinden a sus corazones un poco de afecto. Por eso hay que convencerse que el matrimonio no es un llamado al "eros", sino una vocación al "agape". El primero (eros) es simple búsqueda y deseos de posesión. Sólo el segundo (agape) concede realización plena a quienes lo viven: está basado en la donación de sí y en la aceptación del otro. Es de esperar que sepamos recibir el mensaje que la Palabra de Dios nos ofrece este domingo: invitar a Jesús para que intervenga en la trama ordinaria de nuestros días, y así nuestra vida sea una fiesta digna de ser vivida y compartida con otros.
