"¡Auxilio! ¡Por favor! ¡Nos quemamos!". El grito bajaba desde el segundo piso del Centro Cívico. Al mismo tiempo, un humo blanco y espeso empezó a salir por todas las ventanas de ese nivel. La gente ya había sido evacuada, pero allá arriba quedaban algunos. Fueron cinco minutos de tensión total, de gente clamando por ayuda, de gente del otro lado de la calle mirando con angustia, hasta que las sirenas de los camiones de Bomberos rompieron ese clima y convirtieron el resto de la mañana en un desparramo espectacular de adrenalina.

Todo sucedió como en una película, pero más acelerado e impresionante. Mientras las autobombas se metían hasta la explanada del edificio, el humo se hacía cada vez más extenso. Dos equipos de bomberos bajaron corriendo, uno hacia adentro y el otro hacia la plazoleta Sarmiento, desde donde subirían por la escalera hidráulica y rescatarían gente. A los pocos minutos, un bombero de azul bajaba colgado de una cuerda desde la azotea: era la única manera de llegar intacto hasta los ventanales del tercer piso, donde la gente se estaba quemando viva. Lo más seguro, a esa altura, era lo más temerario.

Cada rescate exitoso, tanto descendiendo por la cuerda como por la escalera de la autobomba, era coronado por miles de aplausos desde Plaza España, la rotonda y la vereda de la Legislatura. Y las víctimas eran ubicadas en camillas y en el piso, entre quejidos y gritos de dolor. Tiznados, torcidos, con la cara y el torso llenos de sangre, recibían oxígeno y técnicas de resucitación por parte de los bomberos que estaban afuera.

Ya con todo terminado, no hubo manera de bajar el ritmo. Los bomberos se abrazaron, se felicitaron, se formaron, recibieron discursos de aliento de sus jefes y posaron para las decenas de cámaras y celulares de sus familiares, que habían ido a ver cómo se convertían en héroes durante una mañana.

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