La contaminación del aire implica un alto riesgo para la salud, tanto en países desarrollados como en emergentes, con el agravante de un problema que escapa al control personales, ya que requiere normativas para frenar o atenuar los daños a la salud causados por las partículas nocivas que respiramos.

Tanto la Organización Mundial de la Salud (OMS), como la Unión Europea, consideran que vivimos una crisis sanitaria silenciosa porque no se advierte como otras afecciones de alto impacto, pero las consecuencias de las emisiones de contaminantes como el óxido de nitrógeno, las partículas finas y el dióxido de azufre son letales. El notable aumento del asma puede ser la cara visible de estas consecuencias.

En Europa se ha determinado que la contaminación atmosférica continúa siendo el mayor riesgo ambiental para la salud humana, responsable de disminuir la calidad de vida y causar la muerte prematura de 467.000 personas al año en ese continente. La OMS, por su parte, estima que un 72% de las defunciones prematuras relacionadas con la contaminación del aire exterior se debieron a cardiopatía isquémica y accidente cerebrovascular, mientras que un 14% fue por neumopatía obstructiva crónica o infección aguda de las vías respiratorias inferiores, y un 14% por cáncer de pulmón.

Como las medidas contra la polución ambiental no son individuales, en zonas como la región metropolitana de Chile tienen un mapa de la calidad del aire de control permanente, con medidas severas para la Gestión de Episodios Críticos en el Plan de Prevención y Descontaminación Atmosférica. Conocer la calidad del aire que respiramos debería ser parte de de los informes meteorológicos puntuales.