Oíd mortales el grito sagrado, convoca Jairo con el corazón abriéndole la garganta, y de la glorieta del Ferrourbanístico empieza a salir humo celeste y blanco. Sean eternos los laureles, augura entonces Jairo con la cara llena de luz, y el cielo empieza a explotar, explotan los fuegos artificiales, explotan los colores, explotan los cañones modelo dos mil diez que lanzan banderas argentinas al aire. Y el cielo se viene abajo, y la gente también explota y a nadie le importa ocultar que está llorando, y explota el viva la patria del Pájaro Benmuyal, y la noche parece terminar ahí mismo porque sale el Sol, porque arriba todo es una bandera gigante de efectos y papelitos y voces, y el Sol corta todo al medio, lo abre, como en un parto, y entonces arranca la fiesta de todos los sanjuaninos, en el año en que la patria cumple los doscientos.

Esta es la verdadera Fiesta del Sol, había dicho Gioja; la del bicentenario, había explicado ya gritando sobre los aplausos, y había hablado de cómo el Sol es más que un logo y se mete justo en medio de la celeste y blanca. Lo decía mientras al escenario empezaban a subir gauchos y paisanas, patriotas de época, y del fondo empezaban a encandilar los reflectores con los colores de la bandera.

A muy pocos les importaba estar de a miles en el pedacito de calle San Luis, o que algún discurso se prolongara, o que algunas candidatas a Reina debieran sentarse o salir unos minutos para recomponerse de tanta espera. Poco importaba el detalle, si el Pájaro, Marcela Podda y Pascual Recabarren acababan de leer la carta que deberán leer los sanjuaninos dentro de cien años. Menos importaba cuando Daniel Ahún y Mili Yacante ya habían arrancado ovaciones de clásico a La Estrella de Los Andes. Lo importante era que San Juan estaba estirando los brazos hacia la patria, una hora y media antes de la medianoche de anoche, justo la hora en que el Sol salió de la bandera y se metió en los huesos.