Al final del mes de enero y próximos a comenzar activamente con las tareas que a cada uno le competen, me permito invitarlos a que meditemos sobre el valor de la paz. Vivimos en una sociedad que origina conflictos y los padece, por eso es que necesitamos del orden interior para aportar serenidad hacia afuera. En relación a la séptima bienaventuranza de Jesús, donde afirma: "Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios" (Mt 5,9), las nuevas traducciones de la Biblia prefieren las expresiones, "pacificadores" o también, "operadores de paz", a aquella usada anteriormente: "pacíficos". Hay un matiz importante, porque "pacificador" es un pacífico activo, una persona que entiende lo que es la paz, y por eso pone todas sus capacidades y talentos al servicio de ella, para así reforzarla creando condiciones favorables de paz, y establecerla allí donde aún no existe. Si "pacífico" fuese sinónimo de indolente, indeciso, carente de iniciativa, o indiferente, tendría entonces una connotación negativa. El pacificador es, en cambio, una persona bien convencida de que tiene una responsabilidad en la realización de la paz, y de que ésta constituye un desafío permanente para él.

El premio de esta bienaventuranza es significativo: los pacificadores serán llamados "hijos de Dios". ¿Qué sentido tiene este premio? A menudo los hijos se parecen a sus padres. Según la Sagrada Escritura, la paz es algo que pertenece a Dios. San Pablo saluda a los romanos diciéndoles: "Que el Dios de la paz, sea con todos vosotros" (Rom 15,33), y les asegura que el mismo "Dios de la paz aplastará bien pronto a Satanás bajo vuestros pies" (Rom 16,20). Satanás es un perturbador de la paz; es el que divide y enfrenta, por eso se lo denomina en griego, "diabolos". Al saludar a los tesalonicenses, les dice que "el Dios de la paz os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo" (1 Tes 5,23). Este saludo parece establecer una relación entre paz y santidad; y es claro, puesto que detrás de la idea de paz está el orden, el cual es subyacente a la santidad.

¿Qué es la paz? Sabemos que es un don de Dios, y que sólo Él puede concederla. Recordemos que la paz conlleva un orden, y que es el resultado de la justicia (cf. Is 32,17). Es un ordenamiento sereno y estable. La virtud de la justicia, dando a cada cual lo que se le debe, es el fundamento del orden, y por tanto de la paz. Sólo puede haber paz si se respeta la dignidad de las personas y de los pueblos; los derechos y deberes de cada uno, y si se da una distribución equitativa de los beneficios y las obligaciones entre las personas. La opresión y la marginación están en la raíz de las manifestaciones de la violencia y el terrorismo. Pero además de la justicia es necesario el perdón, porque la justicia humana está expuesta a la fragilidad y a los límites de los egoísmos individuales y de grupos. Sólo el perdón, sana las heridas del corazón y restablece íntegramente las relaciones humanas alteradas.

El orden es la disposición de las partes en un todo, de manera que cada una de ellas se encuentre en su justo lugar; que cada una dé y reciba; y que todas contribuyan a la armonía del todo. El concepto de orden es muy similar al de belleza, concebida en su sentido más profundo y metafísico. Donde hay guerra hay horror y fealdad, precisamente porque el orden ha sido destruido. El filósofo Emmanuel Lévinas afirma que el primer milenio se ha caracterizado por la búsqueda del ser; el segundo, por la búsqueda del yo, hasta culminar en la elaboración idealista; el tercero, deberá caracterizarse en cambio, por la búsqueda del "otro", del "rostro". Para ser un milenio más humano y nuevo, tendrá que ser en el que se destaque la "ética del rostro". Esta es la paz: ¡búsqueda del rostro! El rostro del hombre con su individualidad, su dinámica riqueza espiritual, y su irrepetible valor. Vivimos en una sociedad homologada, en la que se tiende a hacer desaparecer nuestras individualidades. De ahí que para contrarrestar su destructiva influencia, debiéramos tomar en serio la ética del rostro: la única en grado de construir hoy la paz. Todas las guerras encuentran su raíz última en la uniformidad de los rostros: todos iguales, en serie. Somos incapaces de mirarnos a los ojos, y si esto sucede, todavía es noche, aunque el Sol brille en lo alto del cielo. Para ser operadores de paz deberemos aprender a decir con el salmista: "Señor muéstrame tu rostro" (cf. Sal 41,6) y al prójimo: "hermano, yo no te escondo mi rostro; por favor, no me escondas el tuyo". Una sociedad de máscaras, es una sociedad que vive de tragedias. Una comunidad de rostros, es un espacio teologal en el que vida y trascendencia se entrelazan para crear paz estable y duradera.