No era un niño cuando comenzó a bailar. Pero casi de casualidad había descubierto una pasión, que comenzó a pulir en secreto. Con el tiempo, Sergio Moliní se convirtió en una de las proyecciones más sólidas de Juan Carlos Abraham, el gran coreógrafo, bailarín y maestro sanjuanino fallecido en 1987, a quien esta noche se le rendirá homenaje. Un tributo más que merecido, que tendrá como protagonista a su hija Marian (junto a Gerardo Lecich y compañía, ver aparte) y que contará con coreografía y dirección de su discípulo, Moliní, que por primera vez regresa a la provincia para montar una obra en ese Teatro Sarmiento que pisó tímidamente por primera vez a mediados de los "80. Teatro que fue plataforma de despegue de una carrera que siguió leudando en Bélgica (donde vive hace años), que atesora referencias como el porteño Teatro San Martín, Ana María Stekelman y Oscar Araiz, Jorge Donn y Maurice Bejart; y que naturalmente se fue fusionando con el tango.
+Si yo no hubiera encontrado a Juan Carlos, mi vida no hubiera sido la danza+, dice Moliní, categórico y reflexivo.
Ya habituado a una Europa que al principio le arrancó lágrimas, sonríe al recordar aquellos 18 años cuando su amigo Jorge Colarte lo invitó a tomar clases. Y allá fue, en secreto, porque los prejuicios eran muchos y ni sus amigos ni su familia -suponía él- verían con buenos ojos que este distribuidor de fiambres se enfundara unas calzas.
+La voz de Juan Carlos me sonó tan familiar…+, cuenta su primera impresión sobre el maestro y amigo. Al punto de la obsesión, se pasaba casi todo el día metido en el estudio. +Es que empecé grande, y tenía mucho por aprender+, explica Sergio, que como no tenía dinero, daba clases de gimnasia a los adultos, a modo de pago.
La prueba de fuego llegó cuando Abraham lo eligió para protagonizar la dupla central de Syneidesis, con Rossana Pignatari.
+Estaba muerto de miedo. Hasta quise enyesarme el brazo para hacerle creer al Maestro que no podía bailar. Al final le conté lo que me pasaba. Pero él era muy astuto y me dijo: "Hagamos una cosa, vos hacé la primera función y si no te sentís bien, yo hago la segunda’+. Eso jamás pasó.
+Recuerdo que comenzó a sonar Carrozas de Fuego, de Vangelis… estábamos bajo un cenital y miré mi sombra que se fundía con el escenario y más allá con el público, y me dije "Voy a hacer esto toda mi vida’+, cuenta el bailarín, a quien su entorno +descubrió+ como tal por TV, cuando transmitía la Cantata Sudamericana. No hubo reproches.
25 años pasaron. Hoy, Moliní es reconocido en Europa, donde baila y desde 1991 dicta seminarios de tango junto a su ex esposa y actual compañera, Gisela Graef Marino, bailarina chilena a quien conoció en 1995, con quien formó la compañía Gomina y que le dio tres hijos (Alicia, Marieta y Luciano, además de Fiona, hija de Gisela, que él considera suya). Y, también hoy, a los 46 años, Moliní vuelve a conectarse con sus raíces.
Al medio quedaron muchas marcas. Sus años en el porteño Teatro San Martín, donde fue parte de la compañía de Ana María Stekelman y Oscar Araiz. La invitación de Jorge Donn -su otro gran maestro- para integrar la escuela Mudra Internacional y el Ballet du XX siécle, en Bélgica, ambos dirigidos por el genial Maurice Bejart. Y tanto más. +Soy un privilegiado+, dice el bailarín, a quien el destino señaló para que estuviera al lado de Juan Carlos hasta el final.
Había decidido visitar unos días San Juan. Corría 1987. +Hagamos un espectáculo Maestro+, le dijo. Y nació +Canto a la vida+, título más que simbólico para la que sería la última puesta de Abraham. Luego el Maestro lo invitó a Trelew, adonde iba a dar un curso. Allí comenzó a sentirse mal y murió. +Estoy tranquilo, estoy acompañado+, le dijo a Moliní horas antes, señalando una cruz sobre la cabecera.
+Cuando comencé a bailar fue como nacer de nuevo. Hoy creo que la mejor manera de rendirle homenaje es con lo que él nos enseñó a amar, la danza+, dice Sergio.
