Era hasta que se muriera alguien. Tanto riesgo de andar con lo justo, que bordeaba dramáticamente el manoseo. Hasta que se murió alguien y, para peor, fueron dos.
Ocho camas de terapia intensiva para atender a una población de 700.000 personas en la provincia se parecen a una provocación. Y algún día iba a pasar que los pacientes en estado de extrema gravedad debieran esperar turno en una sala común, como ocurrió por duplicado esta semana en el Hospital Rawson.
A esa cuenta hay que restarle la gente que dispone de obras sociales y en consecuencia pueden ser atendidas en clínicas privadas donde está el plantel más numeroso de camas de terapia intensiva. Pero ocurre demasiado seguido que les es más fácil -y más barato- atenderlos en el hospital mientras le cobra al paciente la cuota mensual.
Pero a esa misma cuenta hay que sumarle el costo de la inoperancia. Hay amontonadas un montón de cajas con equipos para otras seis camas de terapia intensiva en el Marcial Quiroga, pero no funcionan porque nadie se decidió aún a preparar un lugar físico para ponerlas a andar. Increíble.
Y entonces la inoperancia empieza a cotizar en vidas humanas. ¿Cuánta gente no pudo ser atendida bajo servicios mínimos, aun cuando el gasto en los aparatos que hacen falta fue realizado? Las dos personas que fallecieron esta semana son tal vez los ejemplos más dolorosos, pero hay en el medio una infinita cantidad de gente que no se murió, pero no fue atendida como corresponde.
No se trata por lo tanto de un problema de falta de recursos. Pocas veces como ahora hubo tanta inversión en infraestructura y aparatología para la salud, y a pesar de eso los resultados no son buenos.
Allí está como testigo el colosal edificio del nuevo hospital, inaugurado por la presidenta en tiempos electorales pero que aún no consigue entrar a funcionar para apagar el fuego. Estuvo dispuesto para ser ocupado en marzo, pero no. Cristina llegó en mayo y habló de poco tiempo. De a poco se fueron estirando los plazos, mientras se ocupan algunas dependencias laterales como la lavandería y la cocina. Y llegará el 2010, festejando el Bicentenario, y el pescado sin vender.
Que las canillas gotean, que los techos flamean, que a los últimos retoques hay que hacerlos cuando no haya gente adentro, la cuestión es que los tiempos se han escapado de las manos y el actual servicio hace agua por todos lados. Adentro del nuevo edificio hay aparatología de punta como en pocos lugares privados de San Juan, 24 camas de terapia intensiva. Pero de la puerta para afuera, la gente se muere cuando excede las 8 camas de terapia actuales. ¿A nadie se le ocurre que es indispensable apurarse?
Y cuando esté todo listo, limpito y habilitado, la pregunta del millón será la siguiente: ¿será suficiente con el concurso de un moderno edificio como el del Rawson para pelearle a la amplia gama de inconvenientes que atraviesa la salud pública?
Hay instalado un criterio curioso sobre el asunto. Que la salud es edificios, ladrillos. Y es sólo una parte, claramente indispensable, pero una parte. Porque allí adentro de esos edificios hay médicos, especialistas, organización, logística. Personas, al fin, que forman parte y ponen la cara por lo que es el servicio. Y a buena cara, buen servicio, y viceversa.
La lógica descarta, por lo tanto, que si la llegada de la modernidad hará que nuestra gente deje de morirse por falta de camas porque en el nuevo hospital habrá 24 de terapia intensiva (el triple de las actuales), por supuesto lo hará con gente suficiente para atender esa infraestructura triplicada.
O manda a preguntarse de qué servirían modernos salones, consultorios y aparatos si la gente debe seguir yendo a la madrugada para hacerse de uno de los números para ser atendidos durante el día. Bueno, podrían servir para esperar abajo de un aire acondicionado y no en la cruel vereda, como acostumbra a presentarlo la realidad y se ha convertido en parte del paisaje. Pero de allí a invocar a la salud pública hay un largo trecho.
Aparecieron esta semana en la superficie las peores bajezas humanas en la atención sanitaria. Un sistema integrado por un ámbito estatal universal y un tejido privado con el que interactúa permanentemente, pero donde la moneda de cambio es el dinero y los intereses.
Los intentos corporativos enarbolados por encima de todo, las internas irresueltas dominando el panorama, los lobbys de intereses haciendo poco esfuerzo por esconderse, la ineficiencia en la gestión pública al máximo.
Peligroso cóctel entonces para que en él se desenvuelvan las urgencias de salud de los que menos tienen. Que despertó a sopapos la modorra de más de uno estos días: ¿cuál es el dispositivo estatal para salir a correr por camas de terapia cuando quedan saturadas las escasas ocho disponibles? Cruel respuesta: ninguno. O, peor, sólo la buena voluntad de médicos impactados en el corazón, que están preparados para ver morir a la gente pero no para dejarlos a la deriva.
Alguien pronunció la palabra burocracia, y comenzaron los dedos acusadores a cruzarse los dardos. ¿Yo señor?, no señor.
En una de las declaraciones periodísticas de mayor crudeza de los últimos tiempos, el ministro de Salud, Oscar Balverdi, puso el drama en palabras exactas: "Estamos poniendo en riesgo la vida de la gente por burocracia", asestó. La revelación no es por el contenido, descartado por obvio de cualquier escritorio hacia afuera, sino que adentro de los despachos tengan la misma certeza. Balverdi es el ministro, y por lo tanto el uso de la primera persona es el adecuado: la crisis lo incluye.
Habló de cuestiones insólitas, que pocos más que él hasta el fallecimiento de dos personas conocían. Como la increíble caza y pesca de una cama de terapia o las limitaciones que denuncian para contratar un servicio de emergencia por trabas burocráticas.
Y no hubo manera de evitar que el caso de transformara en un solapado pase de facturas, de lealtades y deslealtades, de endosos y recriminaciones por lo bajo entre los ministerios. De Balverdi hacia las dificultades de los trámites contables que, asegura, demoran los pagos por más de 4 años. O hacia los encargados de construir sencillos boxes para que funcionen las camas que están hoy empaquetadas.
Con respuestas no menos pesadas. Desde Infraestructura comentando que la novedad de las nuevas camas tenía sólo una semana para ellos, o desde Hacienda preguntando a quemarropas: ¿quién es el ministro de Salud que debe encargarse de las contrataciones?, insinuando que si hay algún desequilibrio financiero no podrán ellos acusar a Educación.
Lo triste de esta historia es que el trabajo de parto no sirvió hasta ahora para hacer un replanteo del problema, más allá de las recriminaciones mutuas.
Tan necesario, como para darle algún valor a dos muertes absurdas y sentir la mínima sensación de que sirvieron para algo.
