Dónde está ahora Luke Skywalker, se preguntan los héroes desde que arranca la película, y no te queda otra que entregarte: si alguna de las trilogías de Star Wars marcó tu infancia, entonces Episodio VII te activará una liberación de endorfinas de dos horas que te obligará a meterte en la historia, perdonar yeites pueriles y, sobre todo, gozar con el lagrimón en puerta.

Sacrificios de padres, redenciones de hijos, herencias y revanchas, amores y odios. El libreto inoxidable de tragedia griega renueva latidos en tono de thriller galáctico. Es evidente que el film está concebido para el 3D, algo para lo que el acorazado Disney siempre tuvo muy buen tino. El tema musical de arranque, ese mítico +tátata taaaata+ de John Williams, ya predispone al sentimiento. Y las primeras imágenes derivan en un combate cruento, cercano, terriblemente humano. Es la señal inequívoca de que se te van a crispar los pelitos de los brazos. Ni qué decir cuando te topés con el Halcón Milenario tirado en un desierto, con Han Solo y Chewbacca hechos unos viejitos picarones (revientan el aplausómetro de la sala sanjuanina), con una irreconocible Leia anciana y… ¿y Luke? ¿Dónde está ahora Luke Skywalker?

Puede que el exceso de chistes fáciles atente contra el tempo emotivo. Pero la contrapartida es la batería de guiños a nostálgicos y fanáticos, como el cadáver metálico de un AT-AT perdido en la arena, o la aparición repentina del sable láser que portaron los Skywalker padre e hijo, o, clímax total, la máscara del difunto Vader hecha un bollo en el reducto de los nuevos malos.

Ya cerca del final, uno se pregunta cómo se las arreglarán para no decepcionarte tras semejante épica emocional. La respuesta puede traducirse en que uno sale del cine, mira a su acompañante, aprieta el vaso transpirado del merchandising y, con el poco aliento que le dejó el film, sólo atina a decir: dónde está el Episodio VIII, quiero ya el Episodio VIII.