Corrían los años cincuenta. Una estampa de mi arrabal fue el café "La Estrella”, propiedad de Don Robledo. Mítico lugar de reunión de los devotos de la nocturnidad: bohemios, laburantes, tahúres, billaristas, escabiadores, simples parroquianos, "sabiondos y suicidas”. Estaba sobre calle Cereceto, a unos 40 metros de la San Miguel. Lindaba al Este con el cine Rivadavia y al Oeste con la larga entrada de la pista La Estrella. Era un salón angosto de frente y largo de fondo, y apenas cruzabas el portal un fuerte aroma a café y tabaco te daban la bienvenida (la escasa ventilación hacía más notable ese efecto); atrás, el impacto de las bolas de marfil sobre el paño verde, se mezclaba con el bullicio de los amantes del taco y la tiza. Ajenos a este ajetreo, los aficionados al truco, los dados y el dominó, seguían impasibles en lo suyo y en otra mesita, alguien seguía musitando a media voz una lastimera confesión. Todos ellos, dispersos frente al gran mostrador donde Robledo atendía, con su infaltable sombrero, moño y chaleco, y en el que reinaba una vieja cafetera a presión, que llamaban "la porteña”. Sobre la pared del fondo, Rodolfo Crubellier -que amablemente ha ilustrado esta nota- había inmortalizado los ases de Del Bono en grandes dibujos a carbonilla.
Pasadas las 24, Don Robledo cerraba y adentro permanecía la reducida cofradía de los timberos, con tantas lunas encima que eran capaces de jugar con los ojos vendados. Eso no era para cualquiera. Mi amigo Guido González, que es el "libro abierto” que tenemos en la Esquina Colorada, y por lo tanto conocedor de todos y cada uno de los recovecos, personajes, amoríos e historias de gente bien (como también de gente mal), recuerda que se sabía jugar hasta altas horas de la noche. Hacia el fondo estaban unas puertas que daban a un patio grande, por donde se podía emprender la huida, si acaso la autoridad se hacía presente en forma sorpresiva.
Una noche cualquiera, la cosa estaba entretenida. Una lámpara, solitariamente encendida, descendía desde lo alto y se detenía justo sobre la cabeza de los jugadores. Centraba su luz como a un ring. Alrededor, cosas y curiosos no eran más que sombras, y el humo azulado de los cigarrillos permanecía suspendido, como neblina.
Rostros graves; palabras cortas y secas, cortaban el aire como una sentencia.
A eso de las tres de la mañana…! Toc, toc, toc, toc..!, golpearon a la puerta. Fueron como cuatro combazos, secos y fuertes, dados con autoridad.
-¡Rajemos, la cana!, alertó uno.
Los otros limpiaron la mesa con una rapidez digna de mejores causas, la luz se apagó, y la adrenalina bloqueó gargantas, empapó camisas, humedeció las manos y provocó ganas de ir al baño.
Pasaron unos segundos y otros Toc, toc, toc, sonaron más fuertes y más seguidos, como apurando "que me enojo”.
Los tahúres temblaban como una hoja; en la oscuridad se llevaban sillas y mesas por delante y buscaban sin suerte la puerta de escapatoria. El jadeo no podían disimularlo y cada vez se aceleraba más, resecando la boca. Secretamente insultaban la hora que habían decidido quedarse y ya se veían partiendo en un celular hacia la Seccional Cuarta.
Don Robledo, en su condición de "oficial de mayor rango”, decidió enfrentar la difícil situación y se acercó con paso cauteloso y firme a la puerta, entre la espesura de la oscuridad y el silencio. Entreabrió apenas, como para la visión de un ojo, mientras agarraba una cadena que tenía escondida para estos casos.
_¿Quién es..?, preguntó.
_ Soy yo, el "señor Pantera”, se identificó el hombre.
_¿Y qué quiere..?
_ Digo si no tendrá un paquete de "Máximos” que me venda…
A Robledo se le subió la mostaza.
_ ¡A esta hora venís carajo..!
Y descargó las tensiones con un cadenazo que se elevó amenazante. El negro "Pantera” huyó como alma en pena y se lo tragó la noche. Era un muchachón alto, medio inocentón, empedernido fumador, e inofensivo. Pero ciertamente había sido inoportuno.
Los "valientes” noctámbulos, de a poco salieron de sus escondites y comprobaron que el temblequeo no se iba de su cuerpo. Se secaron la transpiración al tiempo que lentamente recuperaban la respiración, desfilaron por el baño y decidieron que era mejor bajar ahí la cortina por esta noche. Por las dudas.
Anécdotas como ésta, suelen escucharse cada viernes en cierta "cueva” de la esquina, donde un grupo de amigos reviven un pasado que se resiste obstinadamente a convertirse en olvido.
(*) Periodista.
