La sociedad argentina, en su gran mayoría, busca encontrar definitivamente metas de crecimiento a lago plazo, mediante políticas de Estado que dejen atrás la perniciosa inmediatez en que se encuentra encerrada la clase dirigente. Se necesitan

nuevos horizontes, que podrán ser hallados con la participación de muchos ciudadanos, ya que la multiplicidad de ideas enriquece la búsqueda y concreta los planes inherentes al desarrollo y el crecimiento.

Por eso, no sirven los monólogos, sus contenidos se pierden inevitablemente en la soledad del momento en el que se los pronuncia y, mas grave todavía, llevan a un estado de crispación a la ciudadanía que observa con suma preocupación cómo transcurren los tiempo estériles, que tanto el oficialismo como la oposición deberían emplear en el engrandecimiento del país. Nada justifica que se actúe hegemónicamente desde la individualidad, porque el monólogo aleja de la realidad a quien lo utiliza. El monólogo es, en teatro, una especie de obra dramática en la que habla un solo personaje que dice lo que cree que debe decir desde el pináculo de su texto y muchas veces aparece la soberbia. Es, por cierto, lo opuesto al diálogo, generador natural de muchos puentes sociales. Al monólogo político se lo llama soliloquio, que es el discurso de una persona que cree estar solo en escena y por lo tanto no existe razonamiento ni un contenido reflexivo.

Y desde estas posiciones es imposible un entendimiento hacia el bien común, porque si el diálogo está ausente, no hay posibilidades de acuerdos ni del consenso que se requiere para llegar a una negociación equilibrada, en este caso para resolver cuestiones apremiantes de la vida nacional.