Muchos padres se quejan de la escasa o nula participación de sus hijos en la vida familiar. Les llama la atención que no se sientan responsables de su propia familia o de su propia casa. Este fenómeno se incrementa generalmente durante la adolescencia, donde parecería que viven en un hotel, pasivamente, solo recibiendo bienes y servicios de los demás.
En efecto, puede suceder que los hijos no perciban claramente a la familia como un proyecto en común, donde su participación es importante y necesaria. Por el contrario, se acostumbran a pensar que la familia y la casa son algo externo a ellos, que atañe exclusivamente a los padres, y que éstos deberán hacerse de una buena empleada para que realice las labores hogareñas.
De esta manera, los hijos se van transformando en clientes exigentes de un hotel de categoría. Nada de prestar servicios, ni de asumir responsabilidades, ni de colaborar con buena cara a sacar adelante las pequeñas tareas domésticas, ni siquiera las que le atañen personalmente, como hacerse la cama, ordenar su ropa, dejar limpio el baño, lustrarse los zapatos, etc.
Los adolescentes viven más fuera de casa que dentro. El resultado respecto a la participación en la vida familiar queda reducido, en el mejor de los casos, a un mínimo.
¿Qué hacer en estos casos? La participación familiar puede definirse como la actitud a aportar todo lo que se pueda al bien común familiar. Es necesario promover en los hijos una actitud de participación y servicio que no se restrinja exclusivamente a determinadas tareas. Así se desarrolla la voluntad de servir y se fomenta la disponibilidad para que ayuden en lo que sea conveniente sin otra recompensa que el agradecimiento de sus padres por sus pequeños favores. Es necesario que ellos comprendan que pertenecen a una familia y tienen el deber de aportar a ese bien común, además del derecho a recibir lo que necesitan para su proceso de desarrollo personal. Corresponde a los padres dirigir la familia y esta dirección es necesaria para lograr la mejora personal de cada uno de los miembros. Esta dirección se ejerce mediante la autoridad de los padres, que implica el poder de decidir y sancionar y que consiste en dirigir la participación de los hijos en la vida familiar, orientando su autonomía y responsabilidad. Es decir, es una autoridad educativa, es un servicio de mejora personal.
Estar atentos a las necesidades de cada miembro de la familia en una actitud de servicio y de aceptación. Los padres deben reforzar en sus hijos la capacidad de dar -en relación a las virtudes de generosidad y justicia- y la capacidad de recibir, como una educación para el amor.
La dirección paterna implica el enseñar a no sobrevalorar los bienes materiales -como pregona el consumismo, que reduce a los padres a proveedores de dinero- y a valorar los bienes inmateriales en la convivencia familiar con el ejercicio de las virtudes (laboriosidad, optimismo, orden, lealtad, etc.). En un clima educativo los padres enseñarán a privarse de algo para contribuir al bien de los otros; por ejemplo, saber prescindir de algunas cosas en beneficio del resto de los integrantes de la familia, saber esperar, saber distribuir equitativamente, contribuir a un regalo con los ahorros propios, etc. Cada uno recibe, en la familia, bienes materiales e inmateriales, y en primer lugar, el valor de la presencia de los demás. Por ello, repartir unos bienes representa en la familia, una educación para el amor generoso y desinteresado.
Por ello, la acción educativa de los padres consistirá en hacer pasar de un simple "tomar parte” a un "tomar parte activa” que puede ejercerse en muy diversas tareas en el hogar. Este quehacer podría sintetizarse en construir la casa juntos padres e hijos. Si solo la construyen los padres, posiblemente será un hotel para los hijos, sobre todo en la adolescencia.
Se trata de crear en la casa un ambiente en que la familia es tarea compartida por todos según sus posibilidades y responsabilidades. La participación en el hacer, desde edades tempranas, sirve para educar la responsabilidad. Empieza -en los hijos- por aprender a valerse por sí mismo: vestirse solos, arreglarse, cuidar su ropa, ordenar su habitación, etc., y por servicios, sean encargos permanentes o esporádicos, en cosas muy elementales. Continua esa participación en asuntos más complejos que exigen un mayor nivel de responsabilidad y que sirven para aprender a desenvolverse en otros ambientes. De este modo, irán viendo los hijos que pueden hacer muchas cosas o elegir algunas y distribuirlas entre todos.
De esta manera, los hijos -desde cierta edad- podrán entender que la colaboración al bien común es tarea de todos los integrantes de la familia. Verán que el trabajo en la casa tiene muchas posibilidades en relación con las capacidades de servicio. La propia casa no será, entonces, algo que se les da totalmente hecho por sus padres, sino algo que se construye entre todos.
