El presidente de los Estados Unidos, Barack Obama recibió al Dalai Lama, jefe espiritual y político del Tíbet, sin dar carácter oficial al encuentro. La reunión de bajo perfil fue en la sala de mapas de la Casa Blanca y no en el Salón Oval, como sería habitual para encuentros con dignatarios extranjeros.
Aunque China expresó su oposición a la reunión, la misma no tuvo el alto perfil como cuando el gobierno de George W. Bush, en 2007 otorgó al Dalai Lama la Medalla de Oro del Congreso legislativo, el reconocimiento civil más alto que otorga EEUU.
La irritación por la visita del líder espiritual tibetano es la expresión más reciente de la guerra de palabras que han librado Washington y Beijin en los últimos meses. En septiembre, Obama autorizó un arancel de emergencia de 35 % a la importación de neumáticos chinos. Beijin condenó ese tributo y amenazó con imponer sus propios gravámenes a los productos estadounidenses. En enero, la empresa de Internet Google anunció que cuentas de correo electrónicos de diplomáticos y activistas de derechos humanos chinos habían sido infiltradas por piratas informáticos. Hillary Clinton tuvo que pronunciar un discurso sobre la postura de Washington en ese tema.
El régimen comunista considera al Dalai Lama -Premio Nobel de la Paz 1989- como uno de sus peores enemigos, porque la admiración y respeto que concita mantienen viva en la opinión pública la brutal violación de los derechos humanos en China.
Hay que subrayar el coraje político de Obama, que ha dado una lección democrática al anteponer la defensa de las libertades al chantaje inaceptable de las autoridades chinas. No se trata de un gesto fácil, puesto que Estados Unidos necesita el apoyo de China para asuntos claves como la imposición de sanciones a Irán. Pero por poderoso que sea el gigante asiático, es en estas situaciones donde un país democrático debe demostrar su grandeza.
