Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: "Maestro queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir". El les respondió: "¿Qué quieren que haga por ustedes?". Ellos le dijeron: "Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria". Jesús le dijo: "No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé y recibir el bautismo que yo recibiré?". "Podemos", le respondieron. Entonces Jesús agregó: "Ustedes beberán el cáliz que yo beberé y recibirán el mismo bautismo que yo. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mi concederlo, sino que esos puestos son para quienes han sido destinados". Los otros diez, que habían oído a Santiago y a Juan, se indignaron contra ellos. Jesús los llamó y les dijo: "Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos. Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud" (Mc 10,35-45).

Desde la Revolución Francesa la democracia es el paradigma de la buena forma de gobierno: en cambio la monarquía o el gobierno aristocrático serían abusos intolerables. Si hoy en día aún se admiten ciertas formas de estados monárquicos, es porque dichas monarquías solo son figurativas, sin poder real, a la manera de Inglaterra, de Suecia o de España. En sus grandes pensadores, la historia occidental enseña que lo que permitía un juicio de valor sobre las distintas formas de gobierno no era su forma sino su intencionalidad o su fin. En su libro sobre la Política, Aristóteles afirma: "ya que el gobierno debe constar o bien de un solo gobernante o bien de unos pocos o bien de todos los ciudadanos, en el caso en que el gobernante, los pocos que gobiernen o los muchos, lo hagan con la mira puesta en el bien común, estas formas de gobierno son necesariamente justas, mientras que aquellas que orienten su administración con la mira puesta en el interés privado, de uno, de pocos o de muchos, son desviaciones". Y, a continuación, Aristóteles da nombre a cada uno de estos tres pares de formas de gobierno, según busquen el bien común o el bien propio. Sostiene: "Nuestra manera de designar el gobierno de uno solo que tiende al bien común es ‘realeza’ o ‘monarquía’. Para el gobierno formado por más de uno, aunque solamente sean unos pocos, usamos el nombre de ‘aristocracia’, sea porque los que gobiernan sean los mejores (recordemos que ‘aristós’ es en griego el superlativo de bueno), sea porque ellos gobiernen con la mira puesta en lo que es mejor para su nación y para sus miembros, mientras que cuando es la multitud la que gobierna el Estado con la mira puesta en el bien común, se denomina con el nombre genérico de ‘república’". Casi a renglón seguido, Aristóteles enumera las deformaciones de estas formas, en cuanto se apartan de la búsqueda del bien común. Siguen luego consideraciones respecto al bien común, pero para Aristóteles, la diferencia fundamental que existe entre un gobierno, cualquiera sea su forma unipersonal, colegiada o masiva, es si busca el bien común o si busca el bien propio y personal.

El concepto de autoridad empieza a cambiar allá por el Renacimiento, cuando la política se independiza, mediando Lutero, de cualquier significado o tutela religiosa. Se comienza a ver la autoridad no como una regencia subordinada a Dios, a su amor y a su ley, en servicio de los súbditos; sino como una actividad autónoma del hombre. Es en 1532, cuando aparece esa obra que hará historia en el pensamiento de occidente y que es "El Príncipe", de Nicolás Maquiavelo, dedicado a Magnífico Lorenzo di Piero de Médici. Una de sus frases más conocidas es "Cuando sea necesario para mantener el poder podrá el príncipe usar de la fuerza, fingir, faltar a la palabra dada, robar, asesinar". Si se presta atención, no es que Maquiavelo haya escrito: "Cuando sea necesario para el bien común, podrá el Príncipe", sino que ha dicho: "Cuando sea necesario para mantener el poder". Cuando la política se transforma en el arte de las astucias requeridas para acceder a los altos puestos, medrar en ellos y aferrarse lo más posible a sus prebendas y no en el arte de gobernar para el bien común, allí se acabó la verdadera política. He ahí la perversidad del maquiavelismo.

En el evangelio de hoy, Cristo no viene a proponer al menos directamente ninguna teoría política, sino que viene a enseñarnos a cada uno cómo hemos de utilizar en bien de los demás cualquier tipo de superioridad, talento, habilidad o conocimiento. Bien decía el escritor y novelista ruso Aleksander Solzhenitsin (1918-2008), que nada había tan corruptor como el poder y que "si cualquier poder corrompe, el poder absoluto", y lo decía mirando al régimen comunista, "corrompe absolutamente". Conviene recordar que "la ambición tiene sólo una recompensa: un poco de poder y un poco de fama, una tumba para descansar y un nombre olvidado para siempre".