Una vez más nuestra controvertida Argentina se inscribe en el sendero electoral. Desde el gobierno se asegura que el magno acto eleccionario para renovar autoridades políticas nacionales y provinciales se llevará a cabo el último domingo de octubre de 2011. Más allá de lo prescripto en el Código Electoral, es posible pensar que la fecha prevista pudiese modificarse, incluso, adelantarse tal como ha ocurrido en otras oportunidades. Será la realidad política y las conveniencias del Gobierno las que así lo determinen. La realidad es que el Gobierno no descarta adelantar la elección al primer semestre del año próximo si fuese conveniente o necesario.
Concretamente, los argentinos comenzamos a recorrer el tramo donde el candidato se transforma en caminante barrial y de la villa. En un marco inusual visitará escuelas, universidades y hospitales. Se reunirá con representantes del campo, de los trabajadores, de la ciencia y la técnica, del arte y de la cultura en general. Se ofrecerá por entero con la característica de mostrarse hasta el hartazgo, con generosidad abundante y derrochadora, siempre sonriente y con la apariencia de poseer capacidad suficiente para resolverlo todo. Ante la más enredada pregunta tendrá una respuesta a flor de labios, y sus besos como sus abrazos efusivos estarán disponibles tanto como no lo estarán en el supuesto de ser electo. Cual si fuese una ironía, el candidato político de los nuevos tiempos, maquillado hasta las uñas de los pies, se presentará, ciertamente, modelado por el cirujano y retocado por el profesional de la fotografía, a tal punto que el artista más pintado del cine y la televisión sentirán la envidia natural por tan prolija y esmerada promoción que incluye, adicionalmente, un color dorado de piel cantábrica y cabellos al viento cuidadosamente protegidos del acopio níveo. Como lo hemos visto en las últimas elecciones, la imagen del candidato, casi la de un artista, trasuntará a la sociedad de tal manera que prevalecerá nuevamente sobre los valores de la persona.
Nada parece indicar que las cosas cambiaron, sin duda, impera la misma forma de medir principios y valores en la persona humana. La falsa apreciación mediática que da formas a un modelo contemporáneo del ser, instalada en un presente demasiado globalizado, torna en pesar quejumbroso los lamentos propalados por doquier en el marco de la realidad que palpita y duele. La imagen del candidato, creada intempestivamente por los comandos de campaña de los partidos políticos, ceden ante una palabrita llamada "marketing" que bien manejan sus asesores propagandísticos. Consecuentemente, el lenguaje político va cambiando sustancialmente. El candidato contemporáneo evita el compromiso con el pueblo y en ese cambio sustancial dice que su mensaje está dirigido a la gente, se considera candidato de la gente. Es proclive, por lo tanto, a interrumpir el diálogo orgánico funcional con ese pueblo y la relación institucional. En ese análisis se advierte que ha bastado tan sólo la naftalina de los roperos para adormecer un viejo y sabio apotegma que rezaba: "pueblo es lo organizado, únicamente".
La profunda crisis de valores que soporta la humanidad es realmente grave porque desde la conducción de los estados y los centros del poder mundial, se ordena la ciencia y la técnica para disimular y perfeccionar el engaño y la mentira, hipotecando en el devenir los preciosos intereses del hombre. La sociedad enferma, con ausencia del paradigma humano que enaltece, no acierta a definir un proyecto integrador de todas las voluntades ciudadanas que deseche lo superfluo de la imagen y aprecie la virtud en la persona humana.
La petulancia de creer que el candidato es parido por un adobe o que sale de una flor es un acto regresivo que vulnera límites naturales perturbando la facultad del entendimiento humano hasta límites inconcebibles. Lo concreto es que el candidato, el dirigente o el gobernante surgen desde el seno de la sociedad que integramos y de la que formamos parte con grado de pertenencia insoslayable. La conducta exigible en el marco del deber ser, compromete a cada miembro de la sociedad para que asuma la responsabilidad que le concierne por insuflar con el propio aliento, la arrogancia impertinente del ídolo de barro, cuya imagen interesada se recrea en los laboratorios que transitan en controversia con la ética.
Estudios recientes demuestran la importancia del contraste entre los valores de la persona y la imagen del candidato. Los asesores propagandísticos dan especial valoración a la congruencia de los mensajes con la imagen del candidato. El baño de la psicología con la que se embadurna la propaganda intenta fabricar una personalidad que promueva simpatía en los ciudadanos. Esta falsificación de la imagen suele producir en los electores profundas decepciones y graves descréditos generadores de desconfianza y escepticismo que decantan en la ridiculizada sociedad. Esa misma sociedad que les caratuló como salvadores suele de pronto ponerles el tinte de verdaderos villanos.
