Pusimos en el viejo Winco el enorme disco de pasta, y la sentimental orquesta de Aníbal Troilo dio paso al cantor. Yo recordaba aquel Roberto Goyeneche de mi niñez, junto a Angel Cárdenas o el extraordinario Roberto Rufino, con el mismo "Pichuco". Pero al oír ahora ese cantor, me di cuenta por qué en aquella niñez de tangos que amaban mis padres, se me había grabado la voz de Goyeneche como una enorme y privilegiada voz.

Diez años después. Una boite de Mar del Plata. Fuimos a ver al gran cantor. Demasiado tarde para un show. Apareció mustio sobre el pequeño escenario. Una hoja en una tormenta. Un montoncito de tristezas. Sólo unas pocas personas lo habíamos aguardado. Arremetió casi tembloroso el primer tango, y se erigió en una pequeña sombra de sí mismo. En el segundo creció, y así hasta el final, ascendiendo como una tempestad majestuosa de melodías saboreadas.

Sacó del mejor costado del alma una garúa que masticaba versos y amores orilleros y esenciales; redescubrió a Malena en una profundidad de lágrimas y glorias barriales que sólo él podía explicar a casi tropezones de palabras acariciadas y casi tremendas; nos revolcó en el pulso de una "última curda" que a cada frase suya se erigía en un símbolo.

Y está el último Polaco que todos vimos, como un Cristo crucificado y terminal en el altar de una última esquina con farol y lluvia; el que podía decir campanarios y soledades, mujeres cruciales y bandoneones sagrados con el ínfimo hilito de voz que le quedaba, con el que le sobraba para fundar en los escenarios un gigante acurrucadito y tristón que hacía borrón y cuenta nueva con toda expresión anterior del tango. Aquel que ni el temblor de sus acentos casi trágicos le permitía desafinar; aquel que construía un drama tangible en cada interpretación.

¿Es posible cantar con tan poquita voz? Cantar es testimoniar, colocar la canción en el alma del otro, llevarlo al centro del sentimiento expresado. Claro que es posible cantar con poquita voz, si ella es suficiente para estremecer, para convertir esa fundamental canción de Buenos Aires en un himno cantado por un coro de gorriones de barro, sobre proscenios edificados con restos indoblegables del corazón.