La división entre países es similar a la que se experimentó durante la Guerra Fría que culminó tras la caída del muro de Berlín. Hoy, en esta guerra digital, de un lado están EEUU, Canadá, la Unión Europea, Australia, India y Japón. Del otro, Rusia, China, Irán, Turquía, la mayoría de países árabes y africanos y, lamentablemente, varios latinoamericanos: Argentina, Brasil, Cuba, El Salvador, Guatemala, México, Panamá, Paraguay, República Dominicana, Uruguay y Venezuela.
La división se agudizó en la Conferencia Mundial de las Telecomunicaciones que terminó el 14 de diciembre en Dubai, organizada por la Unión de Telecomunicaciones Internacional (UTI), con el fin de actualizar un protocolo que rige las comunicaciones desde 1988.
Aunque no hubo consenso, se creó un documento que entrará en vigencia en 2015 para los 89 países signatarios, pero no así para los 55 que negaron su firma, al argumentar que el nuevo protocolo permitirá a los gobiernos justificar restricciones a Internet. Los defensores del nuevo tratado dicen que no es vinculante o mandatorio, y que los gobiernos censuran o pueden hacerlo sin necesidad de documento alguno. Pero pese a que no es obligatorio, el peligro es que los gobiernos lo podrán usar para controlar e imponer sanciones; los jueces para fundamentar fallos y crear antecedentes negativos, y los legisladores para argumentar leyes restrictivas.
No es casualidad que los gobiernos signatarios, pese a que arguyen que necesitan instrumentos para combatir virus, basura electrónica, pornografía infantil y a los hackers, no se caracterizan por ser respetuosos de la libertad de expresión. Los firmantes Turquía, China, Vietnam, Azerbaiyán, Arabia Saudita y Cuba han encarcelado a 232 periodistas e internautas en 2012. La mitad de ellos trabajaban en medios digitales, habiendo sido acusados por delitos armados para acallar las críticas a los gobiernos, tales como atentar contra la soberanía, traición, irrespeto a las autoridades y apología del terrorismo.
Lo grave de este proceso, es la falta de transparencia de la UIT y que el documento fuera solo discutido por los gobiernos sin la participación de la sociedad civil, cuando Internet prosperó y se desarrolló a una velocidad vertiginosa gracias al sector privado, sin ataduras de las autoridades.
Por suerte, el documento adoptado es menos perverso que el original presentado por China que sí imponía controles concretos a Internet. El plan fue desbaratado gracias a que la sociedad civil alzó su voz, después que los burócratas comenzaron a filtrar los documentos en un sitio creado por dos profesores universitarios, Eli Dourado y Jerry Brito. Ahí se supo sobre la pretensión de que Internet tuviera un espacio más reducido y controlado.
Según el plan, los gobiernos hubieran podido inspeccionar correos electrónicos, censurar contenidos y darle a la ONU la administración de Internet. Además, los usuarios pagarían por conexión, servicios y tiempo de descarga; y los proveedores podrían cobrar tarifas diferenciadas por distintos tipos de servicio. Todo ello desvirtuando los principios de Internet: libre, abierto y gratuito.
Ayer como hoy, en esta renovada guerra fría, están aquellos países que argumentan que la información es un servicio público y, por ende, debe ser controlada por el gobierno. Mientras que por el otro, se argumenta que es un derecho humano, por lo que es el Estado el responsable de garantizarlo y hacerlo respetar.
