En otro cambio de estrategia política, la presidenta Cristina Kirchner designó al sacerdote Juan Carlos Molina, nuevo titular de la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar), que desde ahora se volcará más a la recuperación de adictos, que a la lucha específica contra el narcotráfico.

En esa tentación permanente de denunciar de modo estéril, la Iglesia señaló en el documento del 7 de noviembre pasado: "’Lamentamos que el organismo del Estado dedicado a coordinar las políticas públicas en esta materia (Sedronar) lleve tantos meses sin tener su responsable designado”. Ahora, por una notable astucia del gobierno, la Iglesia tiene a uno de sus representantes en ese organismo, aunque la cúpula eclesial aclaró que Molina no contaba con su aval, pero en la ceremonia de juramento hubo tres obispos y varios sacerdotes.

El Código de Derecho Canónico prohibe a los clérigos aceptar cargos públicos que lleven consigo el ejercicio de la potestad civil, pero en la historia argentina no son pocos quienes sí lo hicieron. Sin remontarnos a otras épocas, con distintas normas y situaciones sociales, como que en el Congreso de Tucumán de 1816 casi la mitad de los patriotas que declararon la Independencia eran sacerdotes, puede verse algún caso ejemplificativo.

El padre Virgilio Filippo, párroco de la Redonda, de Belgrano, fue elegido diputado nacional, en 1948 por el Partido Peronista y ejerció su mandato hasta 1952, sin dejar de ejercer su ministerio en esa parroquia hasta su muerte, en 1969. En 1946, el padre Leonardo Castellani fue candidato a diputado en segundo término por la Alianza Libertadora Nacionalista. Era entonces jesuita, la Compañía lo expulsó en 1949, y fue objetado por el Partido Demócrata Progresista, entonces aliado al Partido Comunista. En 1994, el ex obispo de Neuquén Jaime de Nevares fue elegido constituyente por el Frente Grande. Más reciente es el caso del cura Luis Farinello, que formó el Polo Social y fue candidato, en 2001.

Queda claro que cierto sector de la Iglesia, al que le cuesta trabajar con los pobres, marginados y excluidos, tal como lo pide el Papa, muestra una notable incoherencia: pide que luchen otros, mientras muchos de ellos viven cómodamente encerrados en un mundo ajeno a la realidad de quienes sufren.