El caso de Camila, la niña de dos años que permanece desde su nacimiento en estado vegetativo permanente, resulta complejo por sí solo. Su familia pidió permitir que no siguiera sufriendo, recrudeciendo aún más la difícil situación. Los médicos del Centro Gallego de Buenos Aires, donde se encuentra internada la pequeña, rechazaron quitarle el respirador artificial argumentando el vacío legal que impera sobre esta temática. Argumentaron que hacerlo implicaría cometer un homicidio y exigieron judicializar los procedimientos. Esta decisión médica significó para la mamá de la pequeña un freno al deseo de aliviar a su hija y liberar a su familia de tanto dolor. También, la necesidad de permitir que su intimidad saliera a la luz en busca de ayuda.
Los criterios respecto a cómo actuar son múltiples y diversos desde los distintos comités de bioética, aunque siempre debería quedar en claro que cuando se habla de dignidad humana, hay que referirse al valor incomparable de cada ser humano concreto. Cada vida humana aparece ante nosotros como algo único, irrepetible e insustituible. Su valor no puede medirse en relación con ningún objeto, ni siquiera por comparación con ninguna otra persona; cada ser humano es, en este sentido, un valor absoluto. La complejidad creciente de los medios técnicos hoy capaces de alargar la vida de los enfermos y de los mayores crea ciertamente situaciones y problemas nuevos que es necesario saber valorar bien en cada caso. Pero lo más importante es que el esfuerzo grande que nuestra sociedad hace en el cuidado de los enfermos, crezca todavía más en el respeto a la dignidad de cada vida humana.
La atención sanitaria no puede reducirse a la sola técnica; ha de ser atención a la vez profesional y familiar. La eutanasia es una contradicción grave con el sentido de la vida humana. En sentido verdadero y propio es una acción u omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. En cambio, no son eutanasia propiamente dicha y, por tanto, no son moralmente rechazables acciones y omisiones que no causan la muerte por su propia naturaleza e intención. Por ejemplo, la administración adecuada de calmantes, aunque ello tenga como consecuencia el acortamiento de la vida, o la renuncia a terapias desproporcionadas, es decir, el encarnizamiento terapéutico, que retrasan forzadamente la muerte a costa del sufrimiento. La muerte nunca debe ser causada, pero tampoco absurdamente retrasada.
