Pelagio fue un monje británico del siglo IV, cuya preocupación moral es clave para entender una célebre disputa con el gran genio de San Agustín. El monje buscaba que la persona evite el pecado, observe los mandamientos de Dios y viva una vida virtuosa.

Sostuvo la tesis de la impeccantia: para él la libertad humana debe tener la posibilidad y la capacidad por sí de no pecar. Tal era la dignidad del acto humano libre. Animaba esta idea una fuerte dosis de voluntarismo ético, que margina la acción secreta y real de la Gracia de Dios.

Pero más aún, con esta tesis, Pelagio entiende incluso salvar a Dios de toda posible responsabilidad hacia nuestros pecados (para ello se vale de Hc 10, 34: ‘En Dios no hay acepción de personas”, por ende, todas son iguales a sus ojos). Lejos de mandarnos lo que es imposible hacer y dejarnos caer en fragilidad, Dios nos dona la libertad para hacernos responsables de nuestro destino.

Pelagio rechaza que el hombre esté ‘forzado” para el bien o al mal, constreñido a ello. Por tanto, valora el libre albedrío como pocos antes lo habían intentado.

Por su parte, San Agustín entra en la disputa. Criticará en Pelagio una concepción reductiva de la Gracia. ¿No hace falta acaso una Gracia de Dios para hacer que el hombre libremente cumpla el bien? ¿Por qué dejarla de lado?

Pelagio minusvalora la obra redentora de Cristo. Este vino a este mundo, según el monje, a revelar una ley más perfecta: el evangelio. Y además para dar un ejemplo único de virtud. Jesús es un buen maestro. Él nos introduce a la vida nueva del amor.

En el centro del pelagianismo encontramos una antropología que se articula sobre la capacidad de la sola persona de alcanzar la justicia. Sólo se interpone de esa meta, la personal voluntad de hacer el mal. (Borges decía ‘Un dios absuelto del mundo, qué mejor bien podemos esperar?, qué mayor gloria para Dios? Un Dios no contaminado con el barro humano.

Por consiguiente, el libre albedrío no está corrompido ni siquiera por el pecado de Adán. Éste solo ha cometido un mal ejemplo, que si bien nos puede llevar al mal, en nada disminuye nuestra responsabilidad.

El agustinólogo Vittorino Grossi nos trae el siguiente dato: según Agustín, en el monasterio de Adrumet (actualmente en zona de Túnez) circulaba el adagio pelagiano: ‘Está en mi poder hacer el bien, soy yo quien gestiona mi libertad” (Epist. 216, 5).

Los pelagianos negaron así el nacimiento de la humanidad en el pecado ‘original”, por la cual ella no necesita de la redención de Cristo desde el nacimiento, oponiéndose por consecuencia, a la praxis de bautizar los niños para redención de los pecados. La Gracia aquí era limitada a la sola ayuda externa de la libertad. Como se ve, una concepción reductiva de la acción gratuita de Dios Amor que auxilia.

Para Agustín, la Gracia de Dios respeta siempre la libertad humana y ella puede obrar el bien merecedor de vida eterna. Dejada a sí misma, no teniendo el punto de apoyo de Dios, camina a la deriva (Ep. 194, 2, 3). La ayuda de Dios no sustituye la libertad misma en sus decisiones. La Gracia ayuda a la libertad como el amigo a un amigo, adaptándose a sus posibilidades. Por tanto, la libertad es entendida por el santo de Hipona no en sentido absoluto. La libertad es gloria del hombre, pero éste es frágil. Necesita ser ‘sanado” por la Gracia. Hay una sinergia entre Dios y el hombre, capaz de las mejores cosas como el amor, el don de sí, la mirada pura.