"Cargue".

Al hombre le empieza a sudar la frente. No se supone que deba estar nervioso. Tiene arma propia, tiene permiso y uniforme, tiene experiencia como policía y credenciales de sobra para este torneo de puntería en el Tiro Federal. Pero le empieza a temblar ligeramente el pulso. Algo no muy recomendable cuando lo que se está manipulando es una nueve milímetros en pleno proceso de insertar el cargador y quitar el seguro.

"Listo".

Con el temblor más disimulado, pero aún perceptible, separa las piernas, deja la izquierda más adelante, extiende el brazo derecho a cuarenta y cinco grados y apoya, tenso, el índice sobre el gatillo.

"¡Atención!…"

El silencio se condensa tanto en estos últimos dos segundos como la gota que le está brillando en la frente al tirador. Aprieta las mandíbulas. Tiene el protector auditivo tan ceñido que el encargado del Tiro le tiene que acercar el timer al oído para que escuche la señal de que ya puede comenzar a disparar.

…bip.

Y adiós tensión. Adiós suspenso. Adiós oídos sanos. Cada disparo sale con un bramido que hace temblar el predio, tiritan los vidrios, se levanta polvareda del otro lado de los 25 metros de distancia de tiro, el eco arrolla con todo lo que hay en el camino, atraviesa el patio interno, la galería, la entrada, y sale a la calle para terminar evaporándose sobre la Avenida Benavídez.

El policía está absorto. Ya no tiembla. Sólo dispara. De los primeros ocho tiros, cuatro dan en el blanco, una silueta pintada con alquitrán que antes tenía forma humana, pero que después fue despojada de su cabeza y redondeada en los laterales para no generar esa impresión tan violenta de que se le está disparando a un congénere.

El tirador recarga. Quita seguro y cargador, lo cambia, vuelve a apuntar con ambas manos, entorna otra vez los ojos y descerraja los siete tiros restantes sobre otra silueta. Con prisa. Y esta vez, con menos precisión. Tres balas alcanzan a dar en la parte inferior del blanco, el resto se hunde en las enormes cubiertas de camión apiladas que hacen las veces de barricada contra la pared del fondo. Mientras lo hace, las vainas eyectadas rebotan contra el techo, contra el tabique de la cabina de tiradores, pasan a centímetros del protector visual del veedor del Tiro Federal y acaban tintineando entre el colchón de vainas doradas que se ha ido formando en el suelo durante la mañana.

Casi con el último disparo suena el bip de cierre del timer. Pasaron los 30 segundos reglamentarios. El policía quita entonces el cargador y deja abierta la cámara de la pistola, la apoya sobre la mesada de tiro y el Sol, que apenas rebota sobre la culata, deja ver los surcos de transpiración.

El tirador se quita entonces la protección de los oídos y avanza con los fiscales y encargados hasta las siluetas, para ver cuánto dio en el blanco. Cuando le dicen el resultado, sólo deja escapar un "ajá". Ni una mueca. Entonces da media vuelta y regresa a un rincón, casi apartado del medio centenar de tiradores y acompañantes que, buscando su mejor ubicación tras la valla de seguridad, esperan mejor puntería. No hay viento. No hay distracciones. Es una batalla entre el pulso y la concentración. Lo saben gendarmes, soldados y civiles que ya están alistándose para tomar su turno en la competencia. Y lo sufre en carne propia este policía que acaba de calzarse nuevamente la gorra azul, que se quedó sentado en una esquinita y que ni espíritu le quedó para ir a fisgonear la suerte ajena.