Los sanjuaninos que entraban a ese museo por calle Jujuy entre Rivadavia y Laprida, hace 113 años, de golpe chocaban con una escena surrealista. Una gigantesca puerta de cedro, de casi tres metros de alto, con su marco y todo, parada en medio del espacio, dominaba todo un laberinto de objetos antiguos a su alrededor. El dueño, Agustín Victorio Gnecco, un coleccionista y amante de la historia que se había vuelto sanjuanino por adopción, advertía el gesto de asombro de los visitantes y de inmediato les explicaba qué hacía ahí semejante portal suelto. No lo podían creer. Era una de las puertas que habían atravesado cientos de veces por día Francisco Narciso Laprida, Fray Justo Santa María de Oro y todos los demás congresales que declararon la Independencia en la Casa de Tucumán hace exactamente dos siglos.

Esa puerta, que todos miraban azorados sobre calle Jujuy, era parte del único puñado de objetos originales que quedaban ‘vivos’ de aquel viejo edificio tucumano, junto a otras tres puertas y una ventana de la Sala de la Jura. Era lo único que había sobrevivido a la demolición de la Casa Histórica. Y estaba en San Juan porque el propio Gnecco la había salvado antes de que se convirtiera en leña.

Actualmente la célebre puerta no está más en San Juan. Permaneció cuatro décadas en la provincia, fue donada luego a un museo en Buenos Aires y en 2007 volvió a la Casa de Tucumán. Hoy preside la exposición que hay apenas se ingresa al museo, donde será el acto central del Bicentenario de la Independencia, con la presencia del presidente Mauricio Macri y todos los gobernadores. La referencia oficial y pública sobre esa puerta, que ahora recobra un protagonismo absoluto bajo la mirada de todo el país que celebra los 200 años de la gesta independentista, indica que fue el sanjuanino Gnecco quien la rescató hace más de un siglo. DIARIO DE CUYO ingresó a la Casa de Tucumán para fotografiar y filmar la puerta y su puesta en valor (ver especial multimedia en www.diariodecuyo.com.ar). La historia que hay detrás es, lisa y llanamente, de película.

Lugar y momento justos

Tucumán, año 1903. La Casa Histórica, donde en ese momento funcionaban las oficinas del Correo, se venía abajo. Las lluvias constantes le habían carcomido los adobes y los techos. Los arañazos de humedad y salitre le lastimaban los muros. Llegó entonces una orden que había salido directamente del despacho del presidente de la Nación, Julio Argentino Roca. Toda la Casa, salvo la pequeña sala donde se había firmado el Acta de la Independencia, debía ser demolida y reducida a escombros porque el peligro de derrumbe la volvía inhabitable. El plan se completaba con un proyecto de reconstrucción a futuro.

Entre los empleados del Correo empezaron a hablar del destino del lugar y uno de ellos, Rómulo Riveros, pensó de inmediato en su amigo y comprovinciano sanjuanino, ese que coleccionaba cosas que iba recogiendo o comprando por el país. Decidió escribirle urgente una carta. La ensobró, la selló y se la envió a Agustín Gnecco. Él sabría qué hacer.

Cuando Gnecco leyó la carta se puso como loco. No podía creer que todos aquellos objetos que atestiguaban la Independencia iban a ser reducidos a nada. Le entró la desesperación, porque ni siquiera podía viajar. Atender su propio negocio, la confitería del Teatro Los Andes, en la actual esquina de Mitre y General Acha, le insumía demasiado tiempo. Decidió entonces apoyarse en su amigo Riveros y le escribió. Le pidió que lo representara en su nombre y que intentara rescatar algún elemento, lo que fuera, de la demolición. Lo más que pudiera, mientras más, mejor.

En principio no lo logró, porque allá desconfiaban de que alguien ‘de afuera’ tuviera tanto interés en eso que tenía destino de escombro. Entonces Gnecco le volvió a escribir a Riveros, pidiéndole que les aclarara a las autoridades en Tucumán que su plan era ‘guardar con veneración’ cualquier objeto que representara a la Casa Histórica.

Riveros entonces insistió y finalmente logró negociar la puerta de la antesala contigua a la sala de la Jura. Era un objeto importantísimo desde su valor histórico, porque era lo más cercano a la sala más usada por los congresales que declararon la Independencia en 1816. Antes de que los obreros la sacaran de su sitio para voltear las paredes a combazos, Riveros hizo cumplir al pie de la letra cada indicación a la distancia de su amigo. Le hizo fotos a la puerta, hizo trazar planos de dónde se ubicaba en la Casa y finalmente, el 26 de agosto de ese año, hizo certificar por el juez de Paz tucumano Justo Maurín que esa puerta que estaban sacando era realmente la de la antesala a la Sala de la Jura (ese certificado aún está en el Museo Gnecco, en San Juan). El mismo Gnecco pagó por esos trámites y estaba dispuesto a ceder a cualquier precio que le pusieran a ese tesoro. Pero no se la vendieron. Como estaban por tirar esa puerta, directamente se la regalaron.

El flete y más desconfianza

Ya con la puerta en poder de Riveros, Gnecco se frotó las manos: sólo había que traerla a San Juan y empezar a exhibirla en su colección de la calle Jujuy. Un trámite común, que se resolvía simplemente pagando el flete en tren. El sanjuanino no imaginaba que eso se iba a complicar tanto y que en la oficina del ferrocarril se fueran a poner tan duros.

Es que el precio del traslado de Tucumán a esta provincia era mucho más alto que el valor que podía tener la puerta en ese momento. Ese fue el gran obstáculo con el que se encontró Riveros, ya que al llegar a la oficina tucumana para tramitar el envío, los mismos empleados dudaron mucho en hacerlo. Otra vez, veían con desconfianza que alguien estuviera casi obsesionado con un objeto arrancado a las uñas de una demolición. No podían entender cómo alguien podía tener tanto interés y tanto cuidado ‘por un leño viejo’, como le dijeron en ese momento a Riveros, quien entonces sólo pensó en volver a escribirle cuanto antes a su amigo Gnecco para salir del paso.

Finalmente, llegaron a un acuerdo. Como la gente del tren se negaba a hacer el flete porque insistían en que no iba a haber nadie en San Juan que estuviera dispuesto a pagar el envío de esa carga vetusta, y no querían acarrear con esa deuda, decidieron que el pago se hiciera por adelantado, algo que no era muy usual por esos tiempos.

Cuando al fin llegó el tren, Gnecco retiró la puerta de la estación y, tras arreglar todo, comenzó a exhibirla en su museo, que era muy visitado sobre todo por contingentes escolares. Allí, orgulloso junto a la pieza rescatada de la destrucción y el olvido, contaba una y otra vez cómo había sido la declaración de la Independencia. Y mostraba, a los chicos sanjuaninos que aprendían así un poco de historia viva, la puerta que tantas veces habían traspuesto Laprida, Oro y los demás artífices de aquel capítulo fundacional en la Argentina.

Al año siguiente, San Juan vivía un clima patrio muy particular en recuerdo de la gesta independentista. El 25 de septiembre de 1904 el Gobierno provincial inauguró la estatua de Laprida, en la plaza que lleva su nombre. Fue una fiesta en todo sentido. La gente llegó de todos los departamentos para ver la gran escultura. Y cuando se iban, se llevaban de recuerdo una postal, una foto un tanto curiosa. Mostraba a un hombre muy elegante y de bigotón blanco, parado junto a una enorme puerta de madera, de dos hojas. Era Agustín Gnecco, que había aprovechado la ocasión para publicitar la puerta de Tucumán, así atraía más visitantes a su museo.

Tramo final en San Juan

Así como la puerta de la Independencia, con los años iban agregándose miles de objetos a la colección que exhibía Gnecco primero en el patio de su casa y luego en los terrenos lindantes, que había comprado para el museo. Adquirió incluso tres lotes en la vereda de enfrente, por la misma cuadra céntrica. Pero semejante acumulación se volvió un verdadero problema. Sobre 1920, el lugar ya le había quedado chico para tantos tesoros históricos. Las cosas que iban ingresando se iban acumulando una sobre otras. El museo tan bien organizado se había convertido con el tiempo en un depósito de antigüedades apiladas y muy difíciles de clasificar.

Gnecco le ofreció entonces formalmente al Gobierno provincial cederle toda la colección, con la condición de que éste expropiara más terrenos para hacer un edificio adecuado para organizar y exponer la colección completa. En realidad, la idea del coleccionista de oficializar el museo ya empezaba a rondar varios años atrás, y hasta hubo algunas propuestas que nunca tomaron forma. En la década del ’20, bajo la gobernación de Federico Cantoni, Gnecco contraatacó y hasta se formó una comisión de oficialización del museo. Pero también eso quedó en la nada. La consecuencia fue devastadora: tras la muerte de Gnecco en 1940, la colección, que no cabía donde estaba y que no tenía hacia dónde expandirse conservando su calidad, tuvo que ser mudada y fue a parar al Museo de Luján, en Buenos Aires. Una parte en venta, la otra en custodia. Allí se iba, entre miles de joyas históricas, la puerta de la Casa de Tucumán.

A esa altura, el museo sanjuanino ya era una de las instituciones culturales más importantes de la provincia. Incluso había museos de EEUU que ofrecían ‘fortunas considerables’ por la colección, algo que reflejaban los diarios a principios de la década del ’30. Pero Gnecco se negaba, no quería que todo lo que él había logrado rescatar, comprar o conseguir durante tantos años de viajes por los rincones más recónditos de la Argentina, terminara afuera del país. Ese criterio mantuvo luego su hijo Anavadro, quien empujó contra viento y marea para mantener viva y dinámica la colección. Y Anavadro se lo transmitió luego a su propia hija, María Julia, quien hoy dirige el Museo Histórico Provincial Agustín Gnecco.