Una mujer de condición aindiada, habilidosa y envejecida en su mediana edad, disponía en libertad de su vida y su pequeña hacienda, unos jergones, las alforjas, dos perros seguidores y un caballo flaco. De su covacha pueblerina salía cada tanto camino al sur, como atrevido hábito y modo de encuentro con su natural origen, que deviene en búsqueda y encuentro con las piedras de colores mustios, que luego ella lavaba y fregaba en los nacederos de agua de la zona, hasta darles un despacioso y hechicero brillo.
El oro era el metal apetecido desde la conquista de su tierra y de su estirpe, y ella lo encontró entre las rocas comunes y dispersas, pero conservó el secreto. Del pocito venía y al pocito iba, repetía lacónica ante el interés del paisanaje por hurgar el sitio, señalando sólo un cuenco indefinido de donde decía extraer su precioso mineral. Con el oro que traía del pocito adquiría elementos necesarios para la subsistencia, trocaba por otros y, a su pesar, generó una maliciosa curiosidad enquistada en un perverso grupo de malhechores dispuestos a vulnerar el largo misterio y poseer la veta aurífera. La acechan y la esperan una tarde cuando desciende la quebrada. Descansaba a oscuras bajo un conocido algarrobo, bebe y enciende luego su habitual chala, cuando es atacada por los bandidos. Los perros la defienden y ella, intuitiva y pícara, grita palabras ininteligibles, ríe fuerte en forma macabra y escapa, al tiempo que un extraño sacudimiento de la tierra oculta su rastro. Nunca más se la vio, y el oro se fue con ella. Sólo quedó el Pocito.
La leyenda ha superado la oralidad para ser testimonio en obras musicales y literarias de los autores provincianos Mario A. Flores, Rogelio Díaz Costa y Juan P. Echagüe, entre otros escudriñadores del regionalismo andino y sus rincones del pasado.
Aún hoy, muchos paisanos creen haber visto a la india Mariana y compartido su vivir, al punto de realizar una fabulosa descripción de su aspecto físico, su camino, su andanza, y enfatizan incluso los apellidos de sus atacantes.
Difieren unos y otros sobre las referencias puntuales de lugar, época, fisonomía, circunstancias, lenguaje, vivienda, y por sobre todo
dónde estaba el lavadero del oro, que en la región no afloró nunca.
Carro, perros, andanzas, vestuario, tabaco, algarrobo, niños, etnia y soledad, vivienda, defensa y seguridad en tiempo lejano,
relación de mujer en un medio hostil y peligroso; todos elementos apeñuscados por la leyenda que es existencia maleable, invención, embuste popular inocente, oro indio y Pocito verdadero.
Existen rancios criollos pocitanos y familias acrisoladas, que refieren saber de la mentada india Mariana sólo desde la década
del ’30 del siglo pasado, y más recientemente todavía. Esta mujer legendaria es ubicable en diversos lugares desde calle Cinco al
Cerrillo Valdivia, y algunos viejos pobladores con razones valederas o desteñidas, han conocido por mentas la tinaja, el nacedero, el
manantial, el curso aluvional, la huella quebradeña, el algarrobo y escuchado ladrar dos perros, una jauría, un mular, una tropilla, equinos varios, niños alelados por su lengua enrevesada y el relato, su porte escultórico arrebujado de mujer corva y menuda.
La etérea India Mariana, españolísima a su pesar, no es cuento, no es historia, porque es leyenda.
Alrededor de 1750 San Juan era una población rudimentaria, rala y sencilla. El Pocito balbuceaba como comarca y no existía aún
el topónimo aldeano. El Camino Real de las Carretas a Mendoza, que incidía la región, era una huella sinuosa, enterrada y desprovista, cruzaba los ramblares y médanos para internarse en la desolación. De la casta indígena huarpe quedaban sólo resabios en la zona lagunera del Sur, unas pocas mujeres que hacían de mansa servidumbre y el laboreo esclavista de unos pocos jóvenes amestizados, quienes portaban nombre y apellido de su familia putativa, a la usanza de entonces, en la clase social acomodada de la capital provincial y otros lugares. De esta época colonial tardía surge la denominación del pocito en relación a la leyenda.
Tradición y leyenda se vinculan para sostener la existencia de los "derroteros" mineros, y camino a los cerros del Sur se confirma "el pocito de la Tía Mariana" como uno de ellos, de indudable terminología y raíz hispánica.
El 4 de octubre de 1952, la desaparecida Asociación de Mujeres Universitarias de San Juan que presidía la Prof. Carmen Peñaloza de
Varese, organiza un certamen de escritos ficcionales, o tradiciones orales. Presidía el evento la Prof. Mirtha Chena, y allí se presenta Rogelio Díaz Costa (12/8/1910 – 4/10/1969) con su Leyenda del Pocito, donde exhuma y recrea imaginariamente antiguos mitos sobre una india, convertido luego y de su pluma en "La leyenda de la India Mariana". En el libro del cuarto centenario de la fundación de San Juan, editado en 1962, es publicado este sencillo relato. Es, en verdad, el nacimiento de la leyenda.
Como síntesis deductiva se infiere, si el agua del río discurre desde la norteña zona alta de la capital habitada hacia el Sur deshabitado, decíase perderse en el pozo, que era solamente un término indicativo apuntador a las tierras bajas. De su castizo diminutivo derivará "el pocito" que comenzaba ahicito nomás, una legua escasa.
