En aquel tiempo: Jesús iba enseñando por las ciudades y pueblos, mientras se dirigía a Jerusalén. Una persona le preguntó: ‘Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?” El respondió: ‘Traten de entrar por la puerta estrecha, porque les aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán. En cuanto el dueño de casa se levante y cierre la puerta, ustedes, desde afuera, se pondrán a golpear la puerta, diciendo: ‘Señor, ábrenos” Y él les responderá: ‘No sé de dónde son” Entonces comenzar a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas”. Pero él les dirá: ‘No sé de dónde son; ¡apártense de mí todos los que hacen el mal!” Allí habrá llantos y rechinar de dientes. Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay otros que son los primeros y serán los últimos” (Lc 13,22-30).
Son pocos los que se salvan o muchos? ‘Salvarse”, una palabra hermosa y enorme que significa plenitud de vida y para siempre. Lo que hace que Adán sea un hombre y no simplemente un animal evolucionado, es el soplo de Dios que a él lo vivifica. Jesús no responde sobre el ‘numero” de los salvados sino ‘cómo” serán salvados. Dice: ‘la puerta es estrecha”, pero no porque Jesús quiera de nosotros esfuerzos o fatigas inhumanas. Puerta pequeña significa que para pasar debo hacerme pequeño. ‘Esfuércense para ingresar”: Dios que te ha creado sin ti, no te salvará sin tu colaboración. Es estrecha porque está hecha a medida de los niños: ‘Si no se hacen como niños no podrán entrar en el Reino de los cielos” (Mt 18,3). Los pequeños y los niños pasan sin ningún problema. La dificultad se presenta cuando nos centramos en nuestros méritos: allí la puerta resulta estrechísima. Si contemplamos la bondad del Señor, como un niño que se abandona en las manos de su padre, la puerta es amplísima. Un apólogo de la tradición zen dice: ‘En cierta ocasión un discípulo se lamentó con su maestro que la celda del monasterio que se le había asignado era demasiada pequeña y le parecía que allí dentro se ahogaba. Entonces fue cuando el maestro le dijo: ‘Hay un secreto para resolver este problema. En la medida en que te hagas pequeño, la celda te resultará más grande”. La enseñanza es clara. Habrá que dejar fuera la soberbia que produce hinchazón, como afirmaba San Agustín. Nadie se salva por su cuenta, sino que todos podemos ser salvados por gracia, pero sin perder el entusiasmo, las ganas de vivir. Lo señalaba el escritor francés Honoré de Balzac (1789-1950): ‘El hombre muere por primera vez en el momento en que pierde el entusiasmo”. Como solía repetir ese gran sacerdote obrero francés que fue Paul Xardel (1903-1964): ‘No somos cristianos porque amamos. Somos cristianos porque creemos que Dios nos ama”. El escritor y filósofo español Miguel de Unamuno (1864-1936), que se fatigaba a diario en creer, finalmente comprendió que la humildad era la base para aceptar a Dios. Por eso escribió estos hermosos versos que dicen: ‘Agranda la puerta Padre porque no puedo pasar. La hiciste para los niños y he crecido a mi pesar. Si no me agrandas la puerta, achícame por piedad. Vuélveme a la edad bendita en que vivir es soñar”.
En segundo lugar, la puerta es estrecha, pero está abierta. Lo que Jesús propone no es tan sólo una salvación en el más allá, sino que la salvación se inicia aquí, construyendo un mundo más bello, siendo artesanos de la paz, construyendo puentes y no levantando muros, buscando purificar a diario el corazón, sembrando la justicia que equivale a ‘darle a cada uno lo que le corresponde”. Esta puerta abierta deja pasar a todos los que desean ingresar a un banquete en el que no se hace acepción de personas. La sala es grande y está llena de aquellos que vienen de Oriente y Occidente. No son mejores que nosotros o más humildes, sino que han aceptado y dado lugar a Dios por miles de caminos. La puerta es estrecha, pero es bella. En efecto, está en un contexto de fiesta, una sala colmada, una mesa abundante, y un mundo de personas que llegan de todas partes, de amplia diversidad cultural, y de colores múltiples. Es el ingreso en un mundo no caótico, sino bello, en el que todos han llegado a ser hermanos sin divisiones. Al final, en un momento dado, la puerta se cierra y una voz dice: ‘No se de dónde son”. Aunque quizás habían cumplido los mandamientos o frecuentado la Iglesia, son considerados extranjeros. Es que a Dios no se lo merece sino que se lo acoge. Darle lugar a Dios es hacerse pequeño, como hizo la Virgen María, que al recibir el anuncio del ángel finalmente dice: ‘He aquí la servidora del Señor” (Lc 1,38). Vacíos de sí mismos para ser plenos de un Dios que ingresa en mí transfigurándome. Me da sus ojos y un pedazo de su corazón. En el umbral de la eternidad, Dios se busca a sí mismo en nosotros. Cuando amamos nos parecemos a Dios. Si llegamos a la eternidad con el corazón ausente de rencores y odio, allí llevamos los rasgos divinos, y entonces nos dirá: ‘A ustedes sí los conozco”…
