Pareció una trivialidad, un asunto poco importante. Hasta una pretensión desmedida. Al fin de cuentas, el Hospital Marcial Quiroga ha cambiado notoriamente. Los viejos azulejos verdes fueron pintados blancos, las camas ortopédicas son todas nuevas y hasta funcionan los vetustos radiadores de la calefacción. Mucho decir, tras largos años de desvencijada salud pública. Aún así, el paciente lanzó el reclamo para quien quisiera escucharlo: las ambulancias de Sifeme no tienen aire acondicionado.
Claro, el comentario fue a fines de febrero, cuando el termómetro superaba con holgura los 30 grados centígrados. Tuvieron que trasladar al paciente, afectado por una pancreatitis, a otro centro de salud para realizarle un estudio médico, de ida y vuelta. El movimiento se produjo en horas de la siesta. Incómodo, por cierto, pero nada que no experimenten cientos y miles de sanjuaninos desde la fundación a esta parte.
Sin embargo, el número de comprovincianos que se desplazan en una cabina herméticamente cerrada se reduce considerablemente. Sería tanto como imaginar que los coches del servicio de transporte público de pasajeros viniesen con las ventanillas selladas, como los de larga distancia. ¿Cuál es la diferencia entre el servicio cuyo recorrido termina en el Médano de Oro y el que termina en Retiro? Acaso sea necesario contestar la obviedad: el aire acondicionado.
Mucho desarrollo para algo tan pretendidamente superfluo como el traslado ocasional en un vehículo sanitario. O tal vez no. Porque esa misma tarde, al regresar del estudio médico programado, uno de los asistentes sanitarios que viajaba en la ambulancia sufrió una descompensación. Si fue o no el calor el motivo de su problema, es difícil saberlo. Para el paciente, en todo caso, se trató de una verdad indiscutible.
Mucho desarrollo para algo que, tal vez a esta altura, siga sonando a asunto menor. Un testimonio que para la mayoría, que no transita en horas de la siesta a bordo de la cabina de una ambulancia del servicio público, puede sonar banal. Al fin y al cabo, nadie tiene previsto recostarse sobre una camilla. Nadie lo elige. Y ese es precisamente el punto.
Entonces, aquel comentario de fines de febrero se despojó de toda trivialidad. Entró la enfermera a la habitación, verificó las sondas, las agujas y los medicamentos. Dentro de la habitación, todo estaba en orden. Las visitas se fueron. La enfermera también.
