La creciente conflictividad estudiantil de nivel medio y superior ante el Gobierno Autónomo de la Ciudad de Buenos Aires, y por extensión a las autoridades nacionales, tuvo un pico de tensión el viernes último en oportunidad de recordarse la trágica Noche de los Lápices, con una decena de jóvenes víctimas, hace 34 años.
La ocupación de los edificios escolares porteños, a principios de mes, en demanda de mejoras estructurales creció de manera exponencial por la impericia de quienes debieron dar respuesta inmediata, con seguridades ciertas de paliar el déficit de infraestructura, y ahora la protesta se extiende al ámbito del conurbano y universitario y a favor de la educación pública y contra de "la privatización de la educación, el ajuste presupuestario y la precarización laboral”, cobrando protagonismo la Asociación de docentes de la UBA, los sectores de izquierda y amenazan con un paro nacional.
La gestión de Mauricio Macri no debió subestimar el accionar de los estudiantes que iniciaron la protesta -habían razones palpables en el reclamo-, y mucho menos alentarla desde el oficialismo nacional, porque estos movimientos estudiantiles son caldo de cultivo para la extrema izquierda más si los representantes de las seis organizaciones más activas en las tomas, han manifestado esa tendencia ideológica. Todos se consideran de izquierda y sin duda están siendo cooptados por los grupos más radicalizados, según los activistas que los acompañan.
La participación, o el despertar político de los alumnos es una lógica de la democracia, sino la militancia de la fuerza, pero también es responsabilidad de los adultos -más si son autoridades-, sostener el diálogo para un entendimiento que produzca soluciones y aportar las soluciones que correspondan.
