La sencilla bandita que sonaba a murga de nuestros carnavales, arrancó con una musiquita que me sonó conocida. Se apagaron las luces colgantes, y un reflector tipo linterna se movió hacia la entrada a la pista. Un señor de barba y acento extranjero casi gritó que el espectáculo comenzaba. Entonces dos payasos que entonces yo conocía como "tonys" atropellaron la pista; dieron varios revolcones en el piso cubierto por una carpa multicolor y se trenzaron a cachetadas y grito pelado. El público se encendió, me pareció que su estruendo prendió las luces del enorme redondel donde nos encontrábamos y mientras los payasos se retiraban a los gritos, la linterna enfocó a una muchacha ataviada de luces, que comenzó su rutina de piruetas en una cuerda colgante.

Acurrucado al lado de mis padres, estremecido por el asombro, no podía entender la fantasía que invadía mansa y frutal mis ojos de pocos años. En un librito de cuentos mi madre me había leído una historia de un payaso triste, que por lo bajo y por lo hondo, lloraba a pesar de su ancha sonrisa pintarrajeada. En el rostro del payaso mayor estuve seguro de ver un lagrimón que no le impedía carcajadas como remansos y volteretas entre las cuales la tardecita de verano se le enredaba y los gritos de los niños le salpicaban amor. Un payaso salió a la pista enancado en un caballito casi de juguete, y anunció la llegada de los leones. Cerca del final, la bandita acometió con una marchita frenética que acompañó la retirada de los acróbatas, y comenzó lo que al tiempo sabría era un vals lento machacado por un redoble de tambores. Se daba paso al espectáculo central con el cual el circo se despedía de nosotros. Las "águilas voladoras", anunciaba el señor de barba. Por la serpentina de una cuerda que trepaba a un firmamento que se colaba por las ilusiones, dos muchachos y una chica envueltos en verde y luces escalaron hasta los trapecios. Un grito desde lo alto apuñaló las penumbras: la chica pareció caer al vacío, pero dos manos de acero la atrajeron hacia el pecho. Entre el frenesí de la bandita y nuestros gritos, los pájaros se descolgaron y los demás artistas se plegaron a la despedida. Sólo dos payasos volvieron al ruedo con el sonido final. Estuve seguro que el tercero se quedó llorando en un rincón lágrimas de todos los colores, él sabría por qué.

(*) Abogado, escritor, compositor, intérprete.